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La toma de la Bastilla, el estallido que dio paso a la modernidad

El 14 de julio de 1789 no fue solo la toma de una fortaleza: fue el primer martillazo contra los cimientos del Antiguo Régimen, un estruendo que resonaría en cada rincón de la modernidad. Cuando la muchedumbre parisina asaltó la Bastilla —símbolo del despotismo, aunque ese día albergara solo siete prisioneros—, no liberó meros cautivos: desencadenó la noción radical de que el pueblo podía reescribir su destino. Aquella piedra derribada fue el primer ladrillo del mundo contemporáneo, donde la soberanía dejaría de emanar de Dios o los reyes para brotar, tumultuosa y frágil, de la voluntad colectiva.

El arte comprendió antes que la política la magnitud de ese cataclismo. Eugène Delacroix, en «La Libertad guiando al pueblo» (1830), aunque evocara la revolución de 1830, capturó el espíritu bastillero: la figura femenina con el gorro frigio, cadáveres a sus pies, alzando no un estandarte real sino la bandera tricolor hecha jirones. Era la alegoría de una fuerza imparable: el pueblo convertido en torrente. Pero sería la literatura, con su capacidad para navegar contradicciones, la que exploraría las sombras de aquel amanecer. Charles Dickens, en «Historia de dos ciudades» (1859), talló la paradoja esencial: la revolución como venganza disfrazada de justicia. Madame Defarge tejiendo nombres en su punto, el estruendo de la guillotina, la sangre que mancha los ideales de «Liberté, Égalité, Fraternité«—«Es la mejor de las épocas, es la peor de las épocas»—, todo era un eco literario del trauma fundacional. Dickens no condenaba el ideal; alertaba que toda revolución devora a sus hijos si olvida su humanidad.

En el siglo XX, el cine y la música popular heredaron esa ambivalencia. René Clair, en «La Marsellesa» (1938), mostraba la Bastilla como telón de fondo de sueños individuales: sans-culottes anónimos cantando no por abstracciones, sino por pan y dignidad. Mientras, canciones como «La Bastille» de Georges Brassens o «Viva la Vida» de Coldplay transformaban el evento en metáfora universal: la gloria efímera del poder, la caída inevitable de los muros que oprimen. Assassin’s Creed Unity (2014), pese a su formato lúdico, reconstruyó digitalmente el París revolucionario con asombroso rigor, permitiendo recorrer la Place de la Grève cubierta de barricadas: el videojuego como máquina del tiempo para experimentar la historia desde la calle, entre el olor a pólvora y los gritos de «À la Bastille!».

La serie «Revolución» (Netflix, 2021) convierte la lucha contra el Antiguo Régimen en una distopía gótica: aquí, la aristocracia son zombis sedientos de sangre plebeya, cuya savia azul —símbolo perverso de su ‘linaje divino’— revela el vampirismo de clase que alimenta su eternidad. Artistas callejeros como JR pegan retratos gigantes de migrantes sobre muros contemporáneos, recordando que toda fortaleza imaginaria puede caer. Incluso el cómic «La Bastilla» (Mathieu Gabella, 2021) humaniza a los olvidados: el panadero Denis que solo anhelaba volver a su horno, el aristócrata liberal que soñaba con reformas pacíficas.

¿Por qué persiste este relato en nuestro imaginario? Porque la toma de la Bastilla encapsula el vértigo de la emancipación: el instante en que los oprimidos descubren su poder para demoler lo que parecía eterno. Cada época lo reinterpreta según sus angustias: el romanticismo exaltó su épica, el realismo desnudó sus costos, el posmodernismo cuestiona sus narrativas oficiales. Pero en todo arte que evoca aquel julio —desde el pincel de Delacroix hasta el pixel de un videojuego— late la misma pregunta incómoda y esperanzada: ¿Qué muros nos quedan por derribar? La Bastilla ya no existe, pero su sombra se alarga sobre cada lucha por la justicia. Como escribió Victor Hugo, otro hijo de aquel huracán: «No hay ejército que pueda detener una idea a la que le ha llegado su tiempo». La piedra cayó. El eco no cesa.

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