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La tríada del 7 de mayo: Brahms, Tchaikovsky y el legado de la novena

El 7 de mayo es una fecha marcada en rojo en el calendario de la música clásica. No solo por el estreno en 1824 de la Novena Sinfonía de Beethoven —obra que redefinió para siempre el género sinfónico—, sino porque, en una casualidad que parece obra del destino, ese mismo día nacieron dos gigantes de la composición: Johannes Brahms (1833) y Piotr Ilich Chaikovski (1840). Tres titanes, unidas sus historias por una fecha que invita a reflexionar sobre el poder de la música como lenguaje universal.

Beethoven: El trueno que cambió todo
Cuando la Novena resonó por primera vez en Viena, el público supo que presenciaba algo revolucionario. Aquella sinfonía coral, con su Himno a la Alegría, no solo rompió moldes formales, sino que elevó la música a un vehículo de ideales humanistas. Beethoven, ya completamente sordo, había compuesto un manifiesto sonoro sobre la fraternidad, un mensaje que siglos después sigue siendo bandera de esperanza.

Brahms y Tchaikovsky: Herederos en la discordia
Curiosamente, los dos compositores nacidos un 7 de mayo representan polos opuestos del Romanticismo. Brahms, el heredero austero de Beethoven, obsesionado con la estructura pura (su Primera Sinfonía fue llamada «la Décima de Beethoven«), y Tchaikovski, el emotivo narrador de almas, cuyas melodías —como las de El lago de los cisnes o la Sinfonía Patética— laten con pasión casi teatral.

Aunque Brahms miraba al pasado con reverencia y Tchaikovsky abrazaba el drama contemporáneo, ambos compartían un mismo desafío: cómo componer después de Beethoven. La sombra de la Novena era alargada, y cada uno la enfrentó a su modo: Brahms, con un rigor casi clásico; Tchaikovsky, con un lirismo que anticipaba el siglo XX.

Una fecha como símbolo
¿Simple coincidencia? Quizá. Pero el 7 de mayo parece condensar la esencia misma de la creación musical: la tensión entre tradición e innovación, entre lo cerebral y lo visceral. Beethoven, Brahms y Tchaikovsky —cada uno en su estilo— demostraron que la música puede ser a la vez arquitectura y grito, cálculo y catarsis.

Hoy, al escuchar la Novena, el Concierto para violín de Brahms o la Sinfonía Nº 4 de Tchaikovsky, celebramos más que aniversarios. Celebramos que, en un mundo fragmentado, tres genios —unidos por una fecha— siguen hablándonos el mismo idioma: el de la belleza que trasciende el tiempo.

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