En este momento estás viendo Borges y Piazzolla: la milonga rota de dos titanes

Borges y Piazzolla: la milonga rota de dos titanes

No fue un desacuerdo menor. Aquella grieta entre Jorge Luis Borges y Astor Piazzolla resonó como un bandoneón desafinado en el alma porteña. Todo comenzó con un proyecto compartido que se torció y terminó con palabras que quedaron clavadas como puñales en la memoria cultural argentina. «No quiero saber nada de ese señor», declaró Borges, refiriéndose a Piazzolla. El detonante fue el disco El Tango, grabado en 1965 para Polydor, donde las milongas del libro Para las seis cuerdas de Borges encontraron voz en Edmundo Rivero y cuerpo sonoro en los arreglos de Piazzolla, con recitados de Luis Medina Castro.

Piazzolla llevaba tiempo obsesionado con la obra de Borges. Desde leer «Hombre de la esquina rosada», anhelaba darle forma musical. Primero imaginó un ballet junto a la coreógrafa Ana Itelman, proyecto que llegó a escena en Puerto Rico, pero nunca en Argentina. Entonces volcó toda su energía en aquel disco, uniendo los versos borgeanos con las ilustraciones de Héctor Basaldúa. Lo que parecía un homenaje se convirtió en campo de batalla.

La chispa prendió cuando Buenos Aires amaneció empapelada con anuncios que presentaban a Borges en un club nocturno junto a Piazzolla. El escritor, herido en su proverbial pudor, publicó una solicitada aclaratoria: «Tuve que publicar una solicitada, porque la gente me preguntaba constantemente». Cuando Piazzolla lo llamó para hablar de derechos de autor, Borges se negó a atenderlo. Su madre, Leonor Acevedo, hizo de escudo: «Mi hijo está muy irritado. Publicó una solicitada; supongo que usted hará lo mismo».

Así comenzó la guerra pública. Borges disparó sin piedad: «Además, no siente lo criollo; Rivero, sí, pero él no. Y ¿sabe?, tuve que explicarle los octosílabos. No entendía lo de la sinalefa». Con su ingenio filoso, lo bautizó «Astor Pianola». En la intimidad, según el diario de Adolfo Bioy Casares, los epítetos eran más contundentes: «Bruto y vanidoso». Y sobre su música sentenció: «No son tangos ni nada; él los llama tangos porque si los presentara como simple música, los músicos se le vendrían encima; en cambio, como innovador de tangos, lo toleran y hasta lo fomentan. ¿Te das cuenta, qué animal?».

Detrás de estas diatribas latían fuerzas más profundas. Leonor Acevedo, árbitro silenciosa de los gustos de su hijo, detestaba tanto el Martín Fierro como el tango, al que consideraba superficial. Borges, aunque discrepaba públicamente de ella sobre el tango (lo definía como «el vicio y la lujuria bailados»), llevaba en su ADN cultural un conservadurismo estético que chocaba frontalmente con la revolución piazzollana. Mientras Piazzolla, como apunta el periodista Diego Fischerman, anhelaba el reconocimiento tanto del mundo tanguero como de la música académica, Borges veía en sus innovaciones una traición a la esencia del género.

Hasta la meticulosidad literaria de Borges se vio involucrada. Había corregido «Fundación mitológica de Buenos Aires» por «Fundación mítica de Buenos Aires», y no estaba conforme con los versos sobre los Iberra al descubrir un error histórico: «Y ese Iberra fatal… que en un puente de la vía, / Mató a su hermano el Ñato, que debía / Más muertes que él, y así igualó los tantos». La verdad era exactamente al revés, pero el poema ya volaba impreso.

Frente a los ataques, Piazzolla respondió con la contundencia de su famoso mal genio: «Llegó a decir que yo no entendía de tango, y mi réplica le endilgó a Borges no entender nada de música». Recordaba una reunión previa al disco: «Lo invité a mi casa para hacerle escuchar toda la obra… Borges me contestó que él de música no sabía nada, ni siquiera diferenciar entre Ludwig van Beethoven y Juan de Dios Filiberto. No sabía quién era quién, y además no le interesaba realmente». Dos mundos irreconciliables: la erudición literaria contra la revolución musical, el culto a la tradición contra el ímpetu vanguardista.

Nunca más se encontraron. Solo una película, La intrusa (estrenada en 1954, antes del conflicto), los unió fugazmente con un cuento de Borges y música de Piazzolla. Pero en las milongas que sobrevivieron al desencuentro – «Jacinto Chiclana», «Nicanor Paredes» – estos dos enemigos íntimos siguen conversando. Allí, en la tensión entre la palabra exacta y el sonido transgresor, perdura el eco de una pelea que fue mucho más que personal: fue el duelo eterno entre la preservación y la herejía, entre el museo y el laboratorio, entre el mito guardado y el río que insiste en cambiar su cauce.

Deja una respuesta