Hay figuras que trascienden su obra para convertirse en geografía afectiva de un país. Roberto Fontanarrosa no solo escribió sobre Argentina; tejió una mitología cotidiana donde reconocemos nuestros gestos, nuestras hipocresías, nuestros amores torpes y la épica ridícula de sobrevivir. Hoy, cuando su bigote canoso y sus anteojos cuadrados son siluetas grabadas en el imaginario colectivo, su legado opera en dos registros inseparables: el genio lúdico que democratizó el humor gráfico y el narrador profundo que desentrañó el alma de lo ordinario.
Nadie como él supo que lo sublime anida en lo trivial. Sus historietas – ese universo donde Inodoro Pereyra y su perro Mendieta filosofaban entre cardos y chistes sobre la burocracia celestial – no eran simple sátira. Eran teología criolla. En cada viñeta, el Rosarino convertía la pampa en escenario metafísico: un gaucho anacrónico discutía con ángeles ineficientes, denunciaba el clientelismo político celestial o se quejaba de que hasta San Pedro tenía «acomodo». Era la Argentina eterna, con su desencanto cómico y su ternura resistente, elevada a parábola universal.
Pero reducir a Fontanarrosa al humor sería como ver solo la espuma de un río caudaloso. Sus cuentos – esos relatos de bares, potreros y oficinas grises – revelaron a un escritor de raza. Sin estridencias, con una prosa exacta como un tiro al blanco, capturó la música coloquial del español rioplatense. Sus personajes no eran héroes: eran tipos que se equivocaban en el amor, matones de barrio con miedos secretos, empleados que soñaban con fugas imposibles. Ahí, en los bostezos de la rutina o en la violencia súbita de una esquina, desnudó mecanismos del poder, la soledad urbana, la nostalgia que duele sin dramatismo. Como Cortázar con el fantástico, Fontanarrosa encontró lo extraordinario en la grieta de lo común.
Su grandeza radica en la ausencia de jerarquías culturales. No hubo «alta» o «baja» cultura en su obra; solo historias necesarias. Un mismo hombre podía dibujar a Boogie el aceitoso –el antihéroe misógino y patético que reflejaba nuestras sombras– y escribir «19 de diciembre de 1971» (también llamado «El Viejo Casale»). Ambientado en el clásico rosarino, este ya clásico relato narra cómo hinchas de Central secuestran a un anciano mítico —cuya presencia invicta contra Newell’s consideran talismán— para forzar su asistencia al partido. No había contradicción. Era la misma mirada: compasiva y despiadada, que sabía reírse del dolor sin trivializarlo.
Hoy, convertido en ícono, su presencia se multiplica en formas que él hubiera celebrado con una cerveza y una carcajada. Sus frases circulan como moneda corriente en bares y redes sociales; sus personajes adornan murales en Rosario; sus reflexiones sobre fútbol («el opio de los pueblos y yo soy un pueblo») se citan como axiomas. Esta canonización popular, espontánea y libre de solemnidades, es acaso su mayor triunfo. Porque Fontanarrosa no pertenece a la academia ni al panteón de los bustos de mármol. Pertenece a la mesa del café donde se discute hasta tarde, a la biblioteca del colegio donde un adolescente descubre que la literatura puede hablar como él, al estadio donde un gol se celebra con un grito que podría ser de Mendieta.
Murió hace años, pero su Argentina – esa que construyó con trazos de tinta y palabras certeras – sigue respirando. En un país donde la identidad suele debatirse entre el mito y el desencanto, él ofreció un tercer camino: la pertenencia por el humor compartido, por la historia bien contada, por el reconocimiento de que somos, ante todo, personajes de una tragicomedia enorme y entrañable. Por eso, cuando alguien dice «¡Ufa, qué calor, che!» con tono de queja cómplice, o cuando un perro callejero mira con escepticismo filosófico, ahí está él. Fontanarrosa ya no es un autor: es el aire que respiramos, el territorio donde, por fin, nos reconocemos sin grandilocuencias. Un gigante que caminó en zapatillas y nos dejó el mapa más honesto de casa.