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97 años de Angelica Gorodischer, la narradora que cosía mundos

En el gran relato de la literatura argentina, hay nombres que resuenan con estruendo y otros que, como un río subterráneo, modelan el paisaje desde las profundidades con una fuerza silenciosa e imparable. Angélica Gorodischer pertenece a esta estirpe de creadoras esenciales. Su obra, vasta como una galaxia y minuciosa como un bordado, no solo desafió los géneros con una sonrisa irónica; redefinió desde los márgenes qué puede ser la literatura latinoamericana cuando se libera de los corsés de lo esperable.

Nacida en el corazón de Santa Fe, Rosario, Gorodischer nunca necesitó mudarse a la metrópolis para conquistar universos. Desde su ciudad fluvial, tejió constelaciones narrativas que desbordaron cualquier intento de etiqueta fácil. ¿Ciencia ficción? Sí, pero no como la entendían los puristas del norte. La suya era una ciencia ficción del Cono Sur, impregnada del olor a yerba mate, de la burocracia kafkiana de provincias, de las voces de mujeres que, mientras atendían la cocina o cosían un dobladillo, discutían las paradojas del tiempo o negociaban con entidades interestelares. En sus manos, lo fantástico no era una huida, sino un lente más preciso, más cáustico, para diseccionar la realidad cotidiana, las jerarquías del poder, los absurdos de la condición humana.

Tomemos a Trafalgar Medrano, su antihéroe cósmico más entrañable. Un vendedor de café que, entre cliente y cliente, relata viajes a planetas inconcebibles. No es un capitán audaz ni un científico genial; es un tipo con problemas de estómago y una profunda desconfianza hacia la grandilocuencia. A través de sus crónicas desencantadas y llenas de humor ácido, Gorodischer no solo exploraba mundos extraños; desmitificaba la épica del viaje espacial, la ponía en la mesa del bar, la hacía hablar con acento rosarino y la cargaba de una ironía devastadora hacia los imperios (terrestres o alienígenas) y sus maquinarias de dominación. Era ciencia ficción con los pies en la tierra y la mirada puesta en desmontar los discursos del poder.

Pero su ambición no cabía en un solo género. «Kalpa Imperial», su obra monumental, es un tour de force literario: una saga de cuentos que construyen la historia de «El Imperio Más Vasto Que Nunca Existió». Con una prosa que oscila entre lo bíblico, lo barroco y lo oral, Gorodischer crea una cosmogonía completa, una reflexión profunda y poética sobre la naturaleza cíclica del poder, la construcción de la memoria histórica, la mentira oficial y la resistencia sutil de los relatos subterráneos. Es una obra que dialoga tanto con Borges y con los cronistas de Indias como con las mitologías nórdicas o árabes, pero con una voz absolutamente única, femenina y latinoamericana. Aquí no hay conquistadores gloriosos; hay emperatrices astutas, archivistas sabios, revoluciones que se pierden en el rumor, un recordatorio de que los grandes relatos de la Historia son siempre tejidos por manos anónimas y perspectivas múltiples.

Su aporte fundamental, quizás, fue darle voz y agencia a lo femenino en territorios narrativos donde la mujer solía ser objeto, no sujeto pensante y actuante. Las mujeres de Gorodischer son amas de casa que dominan el espacio-tiempo, emperatrices que gobiernan con inteligencia y pragmatismo, ancianas que guardan secretos cósmicos, jóvenes que desafían destinos impuestos. Lo hacen sin estridencias panfletarias, pero con una contundencia implacable. En sus mundos, lo doméstico no es un reducto menor; es el centro desde donde se observa y se cuestiona el universo. Feminista antes de que el término fuera masivo en el ámbito literario, Gorodischer construyó genealogías de mujeres complejas, inteligentes y dueñas de su propio destino, insertándolas en el corazón mismo de lo fantástico y lo político.

Su influencia es un río que alimenta silenciosamente. Abrió caminos para que lo fantástico y la ciencia ficción dejaran de ser vistos como géneros «menores» o importados en América Latina, demostrando que podían ser herramientas poderosas, autóctonas y críticas. Inspiró a generaciones de escritoras que vieron en ella un modelo: la posibilidad de escribir con inteligencia feroz, ambición desmedida y una voz inconfundible, sin pedir permiso ni someterse a cánones ajenos. Autoras como Liliana Bodoc, Samanta Schweblin o Mariana Enríquez beben, de distintas maneras, de ese manantial gorodischeriano: la mezcla de lo cotidiano y lo siniestro, la crítica social afilada bajo la piel del relato, la centralidad de lo femenino desde una perspectiva no complaciente.

Angélica Gorodischer no buscó los reflectores estridentes. Tejió su obra, palabra a palabra, historia a historia, con la paciencia de una artesana y la audacia de una cosmóloga. Nos dejó un mapa de mundos posibles, un arsenal de preguntas incómodas, y sobre todo, la certeza de que la literatura más deslumbrante puede nacer en la mesa de la cocina, entre el ruido de la calle y el silencio de la página, y que para desafiar el orden del universo, a veces basta con una pluma, una mirada lúcida y una imaginación tan vasta como la pampa estrellada. Su legado no es un monumento estático; es una semilla activa, un temblor de estrellas en el tajo de lo cotidiano, un recordatorio perdurable de que las mejores revoluciones a veces se escriben con tinta invisible, en los márgenes donde lo real y lo imposible se besan.

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