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Feliz cumpleaños Liliana querida, la madre de los Confines

Un homenaje editorial

En el albor del siglo XXI, mientras Argentina se debatía entre espejos rotos y promesas incumplidas, una voz surgió desde los pliegues de Mendoza para devolvernos un relato fundacional. Liliana Bodoc no escribió fantasía: tejió memoria. Con La Saga de los Confines, compuesta por Los días del Venado (2000), Los días de la Sombra (2002) y Los días del Fuego (2004), no solo renovó la épica latinoamericana, sino que le dio a generaciones enteras un territorio mítico donde reconocerse.

Su obra llegó en el momento preciso. En años de incertidumbre económica y fractura social, Bodoc —maestra, madre, voz de raíces huarpes— convirtió la Cordillera en escenario de dioses y la resistencia mapuche en parábola universal. Sus personajes —la Vieja Kush, Cucub, el guerrero Dulkancellin— no eran héroes importados de leyendas nórdicas, sino criaturas de nuestra tierra: con barro en los pies, heridas coloniales y una terquedad profundamente sudamericana.

Lo revolucionario de Bodoc fue su descolonización del imaginario. Mientras el género fantástico replicaba castillos sajones y dragones europeos, ella rescató el Pillán y el Ngen, hizo de la Pampa un campo de batalla cósmico, y convirtió la llegada de los españoles en una invasión de Misáianes: seres sin sombra ni memoria. Cada página olía a hierbas andinas, a sangre de cactus, a viento patagón. No escapaba de la realidad; la transfiguraba en símbolo.

Los jóvenes que abrazaron sus libros en plena crisis del 2001 encontraron algo más que evasión: hallaron un espejo de resistencia. Cuando la Vieja Kush reunía a las tribus dispersas para enfrentar al Olvido, los lectores veían reflejada su propia lucha contra el desamparo. Bodoc enseñó que la épica no es ajena al barrio, que la magia habita en las abuelas que guardan relatos, en los ríos que cantan historias.

Su narrativa —lírica como un poema, sólida como roca— convirtió a miles en cómplices de un secreto: América Latina tiene mitología suficiente para alumbrar sus propios universos. Escritores jóvenes, ilustradores, músicos, empezaron a beber de sus fuentes. De pronto, el ceibo reemplazaba al roble; el cóndor volaba más alto que el grifo; el exilio ya no era hacia el norte, sino hacia las Tierras Fértiles.

Murió en 2018, dejando una obra que trasciende lo literario. Hoy, cuando nuevos lectores descubren cómo Bodoc transformó la conquista en metáfora de toda opresión, o cómo dignificó a los pueblos originarios sin panfletos, comprenden por qué su saga es un rito de pasaje. En aulas y bibliotecas, en tatuajes de runas huilliches y clubes de lectura, su espíritu sobrevive.

Este editorial no celebra solo a una autora; celebra la audacia de quienes creen que nuestras historias —las de lanzas y quenas, las de hambre y esperanza— merecen óleos épicos. Bodoc nos regaló un continente reinventado, donde el sur no es periferia sino centro cósmico. Generaciones de argentinos le deben algo profundo: la certeza de que, para imaginar el futuro, primero hubo que escuchar el latido de la tierra bajo sus pies.

Que su palabra siga creciendo, como el algarrobo en el desierto.

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