En el Montevideo burgués de 1910, donde las mujeres bordaban su destino en punto cruz, Delmira Agustini (1886-1914) alzó la antorcha de un erotismo visionario. Su poesía, breve como un relámpago y profunda como un abismo, no solo rasgó el corsé del modernismo latinoamericano: encendió la mecha de las rebeliones femeninas del siglo XX. Y su sangre, derramada a los 27 años, convirtió su leyenda en grito imborrable contra la violencia machista.
Agustini tomó los símbolos sagrados del modernismo —cisnes, mármoles, lirios— y los envenenó de deseo. Sus versos, poblados de sátiros, dioses caídos y bestias mitológicas, fueron el disfraz perfecto para una revolución íntima. En «Los cálices vacíos» (1913), transformó la flor sagrada en copa de placer: «¡Amor, la noche está ebria de ti!», escribió, usurpando la voz masculina del anhelo. Unió misticismo y carnalidad con audacia sacrílega: «¡Dios mío, tú que has visto mi alma desnuda, / no ves que quema, que sangra, que besa…?». Y en su bestiario personal —leones, panteras, águilas— cifró su sed de poder: «Soy la que alza la copa de un festín de leones». Mientras Rubén Darío la llamaba «niña» con condescendencia, ella robaba el fuego de los dioses para iluminar el deseo femenino.
En apenas cuatro libros, Agustini descolonizó el erotismo latinoamericano. Mostró que el cuerpo femenino no era territorio de musas pasivas, sino sujeto de placer y dominio. Inventó una lengua nueva donde metáforas orgánicas —savia, raíces, frutos— hablaban de sexualidad sin moralina. Su voz abrió camino a las gigantes que vendrían: sin su audacia, la Mistral de «Tala», la Storni de «El dulce daño» o la Pizarnik de «Árbol de Diana» no habrían tenido mapa para su osadía. Comprendió antes que nadie que en América Latina la libertad poética de una mujer era un acto político.
Delmira Agustini se casó con Enrique Job Reyes, un comerciante de apariencia convencional, el 14 de agosto de 1913, pero el matrimonio duró apenas cincuenta y tres días: a fines de octubre, ella regresó a la casa de sus padres. Durante ese periodo de separación, inició una intensa correspondencia con el escritor argentino Manuel Ugarte, a quien frecuentaba en Montevideo, mientras avanzaba el proceso de divorcio. Reyes, obsesivo, atribuía la ruptura a la influencia de la madre de Agustini, María Murtfeldt, pero la verdadera razón era su propia violencia y el anhelo de libertad de la poeta, quien planeaba viajar sola a Europa para publicar. El 5 de junio de 1914, el fallo judicial disolvió el vínculo.
Un mes después, el 6 de julio, Reyes la citó en una habitación alquilada. Allí, en un acto premeditado, le disparó dos veces en la cabeza y luego se suicidó. La prensa de la época redujo el crimen a un «drama pasional», pero fue un femicidio emblemático: el castigo de un hombre a una mujer que osó rechazarlo y priorizar su carrera. La crítica misógina incluso usó el horror para patologizar su obra, insinuando que «escribía eso porque estaba perturbada». El poder judicial minimizó el caso, pero la sangre de Agustini convirtió sus versos en profecía cumplida: «¡Yo tiemblo de llegar a vuestra vida!», había escrito en Visión. El disparo no silenció su voz: la multiplicó en cada página.
Hoy, Agustini es símbolo de la mujer que paga con sangre su derecho a la palabra. Su obra resuena en poetas como Alejandra Pizarnik, quien buscó en sus libros «el vértigo del abismo», o Gabriela Mistral, que guardó sus poemas como reliquias. Fundó un linaje literario donde el erotismo se mezcla con la muerte, germinando en autoras como Idea Vilariño y Cristina Peri Rossi. Colectivos feministas uruguayos como «Las EdelmiRas» rescatan su lucha, haciendo de su nombre bandera contra la violencia machista. Murió escribiendo «El rosario de Eros», uniendo mística y sensualidad. Su crimen nos recuerda que en América Latina, el cuerpo de una mujer rebelde sigue siendo territorio de conquista y exterminio. Pero sus versos —aquellos que gritan «¡Soy el incendio!»— siguen quemando los harenes literarios que intentaron encerrarla. Edelmira no fue una víctima: fue la primera en saber que para una mujer, escribir el deseo era tan peligroso como vivirlo. Y lo hizo hasta el final.