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Kafka y Moyano: El eco riojano de la pesadilla universal

La palabra «kafkiano» ha trascendido las páginas para instalarse en nuestro diagnóstico del mundo. Describe esa sensación de opresión absurda, de burocracia devoradora, de culpa sin causa y de poder sin rostro que acecha en los pasillos de la vida moderna. Franz Kafka, el escriba de Praga, no solo creó un universo literario único; forjó un lente irreemplazable para observar la deshumanización en la era de los sistemas impersonales. Y ese lente, filtrado por el polvo del camino y el exilio, encontró un eco profundo y singular en la obra del argentino Daniel Moyano.

Kafka: La arquitectura del desamparo
La trascendencia de Kafka reside en haber capturado, como ningún otro, la angustia existencial del individuo aplastado por estructuras incomprensibles. En El proceso, Josef K. es acusado por un crimen desconocido, juzgado por un tribunal invisible. En La metamorfosis, Gregorio Samsa descubre que su valor como ser humano depende únicamente de su utilidad laboral. En El castillo, K. lucha inútilmente por ser reconocido por una autoridad remota y burocrática. Lo «kafkiano» no es solo lo absurdo; es la lógica perversa de un sistema que funciona con una coherencia interna devastadora para quien queda fuera de su código. Es la reducción de la persona a un caso, un expediente o un insecto. Kafka convirtió la ansiedad moderna ante el Estado, la ley y la máquina social en mitos universales. Su genio fue mostrar que el verdadero horror no siempre grita; a menudo susurra en formularios, se esconde en decretos y habita en la indiferencia de un funcionario.

Moyano: El Kafka de los caminos polvorientos y las comisarías oscuras
Daniel Moyano, escritor riojano marcado por la violencia política y el exilio, bebió de esa fuente kafkiana, pero la hizo correr por el cauce de la realidad argentina. En su obra, lo «kafkiano» no es una abstracción metafísica, sino una experiencia concreta, corpórea y política, teñida de calor, polvo y miedo.

– El poder opaco y violento: Si el Castillo de Kafka es una entidad burocrática lejana, el poder en Moyano (Libro de navíos y borrascas, El trino del diablo) tiene las botas sucias y la voz ronca. Son comisarías, cuarteles, jueces cómplices. La arbitrariedad no es filosófica; es una puerta que se derriba a medianoche, una orden de allanamiento, una desaparición. Moyano trasplanta la sensación de persecución indefinida de Josef K. al clima de terror de la Argentina dictatorial y posdictatorial. Sus personajes son acosados por un Estado que es a la vez absurdo y brutalmente eficaz en su crueldad.

– La burocracia del miedo: Moyano captura con maestría la ritualización kafkiana de la opresión. Trámites interminables, sellos que niegan la identidad, papeles que se pierden deliberadamente (como en «La lombriz») son armas para humillar y controlar. Es la burocracia convertida en tortura psicológica, un laberinto diseñado no para ordenar, sino para desorientar y someter. El individuo se siente tan insignificante y vulnerable como Gregorio Samsa, pero su monstruosidad es impuesta por un sistema que lo declara «subversivo», «indocumentado» o simplemente «molesto».

– El realismo sensorial de lo absurdo: Moyano añade una capa crucial al legado kafkiano: el anclaje sensorial y popular. Su prosa, lírica y precisa, arraiga lo absurdo en la textura de lo real. El calor sofocante de La Rioja, el sabor del vino peleón, el sonido de un violín desafinado o el olor a tierra seca son el escenario tangible donde se desarrolla el drama existencial. Lo «kafkiano» en Moyano no es onírico en el sentido praguense; es una pesadilla que huele a sudor y a miedo, vivida por músicos, peones, artesanos, víctimas concretas de una historia convulsa.

-La resistencia en la música y el relato: Frente a la máquina opresora, Moyano opone, más claramente que Kafka, armas de resistencia humana: la música (especialmente el violín, recurrente en su obra) y el acto mismo de contar historias. La narración se convierte en un acto de supervivencia, un modo de reafirmar la identidad y la memoria frente al intento del poder por borrarlas. Hay una tenue luz de esperanza o, al menos, de dignidad persistente, en la lucha por seguir narrando la propia vida, algo más esquivo en el universo cerrado de Kafka.

La inmensa trascendencia de Kafka es haber dado nombre – «kafkiano» – a una experiencia universal de alienación y desamparo frente al poder moderno. Creó un arquetipo. Moyano demostró la increíble fertilidad de ese legado. No se limitó a imitar; lo encarnó, lo sudó, lo sufrió y lo tradujo al lenguaje y al paisaje de su tierra y su tiempo. Mostró que lo «kafkiano» no es patrimonio de oficinas grises en Europa Central; florece con violencia específica en las rutas del noroeste argentino, en las comisarías de provincia, en el exilio forzado.

La obra de ambos, en diálogo silencioso a través del tiempo y el océano, confirma una verdad incómoda: el universo kafkiano no es una ficción. Es un reflejo distorsionado, pero lúcido, de las estructuras de poder que, bajo mil máscaras, siguen produciendo desasosiego, persecución y la sensación de ser un extraño en un sistema cuyas reglas nunca se nos explican del todo. Kafka lo vio venir. Moyano lo vivió y lo contó con la voz trémula y hermosa de quien sabe que narrar la pesadilla es el primer paso para no ser devorado por ella. Juntos, el profeta de Praga y el trovador de La Rioja nos recuerdan que el adjetivo «kafkiano» sigue siendo, tristemente, una de las palabras más necesarias para nombrar nuestro mundo.

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