No hay poeta en la lengua española que haya convertido el dolor humano en arte con tanta crudeza y hondura como César Vallejo. Nacido en Santiago de Chuco, un pueblo perdido de los Andes peruanos, Vallejo no solo revolucionó la poesía latinoamericana, sino que le dio voz a los desposeídos, a los hambrientos, a los condenados de la tierra. A 87 años de su muerte en París —en la pobreza y el olvido—, sus versos siguen golpeando la conciencia del lector como un puño cerrado.
La poesía como grito y quebranto
Vallejo no escribió para decorar salones literarios. Desde Los heraldos negros (1918) —con su famoso «Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!«— hasta los poemas póstumos de España, aparta de mí este cáliz (1939), su obra es un testimonio desgarrado de la condición humana. Rompió con el modernismo rubendariano para crear un lenguaje único, lleno de torsiones gramaticales, neologismos y una sintaxis que parece sangrar:
Trilce (1922), su obra cumbre, es un terremoto lingüístico. Con versos como «Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo», Vallejo anticipó el vanguardismo y el existencialismo décadas antes que Sartre o Camus.
En Poemas humanos (publicados tras su muerte), el dolor se vuelve político: «¡Y si después de tántas palabras / no sobrevive la palabra!
Compromiso con los nadies
Vallejo no fue un espectador. Militante comunista, viajó a la España en guerra (1936) para apoyar a la República y escribió algunos de los versos más conmovedores sobre la lucha antifascista: *»¡Niños del mundo, está / la madre España con su vientre a cuestas!»**. Su poesía, como su vida, fue un acto de solidaridad radical con los oprimidos.
El poeta necesario
Hoy, cuando América Latina sigue luchando contra las mismas injusticias que Vallejo denunció, su obra es más vigente que nunca:
-Influyó en generaciones: Desde Pablo Neruda hasta Raúl Zurita, pasando por los poetas beatniks estadounidenses.
-Rompió fronteras: Es el único poeta peruano cuya estatua está en París, pero su verdadero monumento está en las voces que lo recitan en cárceles, plazas y aulas populares.
-Antídoto contra el olvido: En tiempos de posverdad y lenguaje vacío, Vallejo nos recuerda que las palabras deben doler cuando la realidad duele.
Por qué leerlo hoy
Vallejo no es un autor para museos. Su poesía, áspera y llena de hambre, interpela a los complacientes y abraza a los heridos. En un mundo donde el arte a menudo se reduce a mercancía, sus versos son un desafío: «Quiero escribir, pero me sale espuma».
Leer a Vallejo no es un acto estético, sino ético. Como él mismo escribió: «¡Y no me digan nada! / ¡Cómo van a entenderme / los que no han mordido un mendrugo de mi alma!». Hoy, cuando millones siguen mordiendo el mendrugo de la injusticia, su voz —áspera, rota, inmensa— sigue siendo un grito necesario.
¿Por qué esta columna hoy? Porque en la era del like y la poesía decorativa, Vallejo es un recordatorio: la gran literatura no consuela, despierta. Porque, como dijo Octavio Paz: «Vallejo es el más grande poeta latinoamericano, y eso significa más que el más grande poeta en español».