Cuando Primo Levi empezó a escribir sobre Auschwitz, no buscaba convertirse en monumento. Necesitaba entender. Necesitaba que nosotros entendiéramos. Este químico turinés, de mirada tranquila y palabras medidas, llevaba en los huesos una pregunta que nos persigue: ¿cómo fue posible? Su escritura no es un altar al horror, sino una mano tendida en la oscuridad. Una mano que todavía tiembla.
Llegó al campo en 1944. Sobrevivió porque sabía de moléculas y los nazis necesitaban alguien que entendiera sus fórmulas. Pero su verdadera salvación vino después, cuando convirtió el dolor en tinta. «Si esto es un hombre» no nació como obra maestra. Nació urgente, casi clandestina, rechazada por editoriales que no querían oír aquello. Levi no gritaba. Sus frases son claras como el vidrio de laboratorio: te muestra la suciedad atrapada dentro. Describe el hambre que devora dientes, el frío que quema más que el fuego, la humillación que te roba hasta el nombre. Y lo hace sin aspavientos, porque sabe que el infierno no necesita adornos.
«Los monstruos existen», escribió, «pero son pocos. Los verdaderamente peligrosos somos nosotros: los normales». Esa frase duele porque es cierta. Levi no se conformó con señalar a los verdugos. Se atrevió a mirar la zona gris: esos prisioneros que, para sobrevivir un día más, pisoteaban a otros. No los juzgaba. Los explicaba. Como un entomólogo que estudia cómo las hormigas se devoran en el frasco.
Sus libros posteriores – La tregua, ese viaje a casa lleno de fantasmas; Los hundidos y los salvados, donde disecciona la memoria como quien abre una herida mal curada – no son secuelas. Son búsquedas. Levi seguía rascando en la costra de la experiencia, preguntándose cómo volver a respirar en un mundo que prefería olvidar. Su prosa contenida es un engaño: debajo late la rabia del que vio demasiado y la ternura del que aún cree en nosotros.
Murió en 1987. Algunos dicen que Auschwitz lo alcanzó tarde. Pero su legado es terco. Hoy, cuando algún político habla de «limpieza» o «enemigos del pueblo», las palabras de Levi resuenan como una campana rota. No es un santo. Es nuestro testigo incómodo. El que nos recuerda que la barbarie no empieza con cámaras de gas, sino con palabras que deshumanizan, con silencios cómplices, con la obediencia de quien aparta la mirada.
Releer a Levi no es un deber. Es un salvavidas. En cada página nos dice, sin melodrama: «Esto sucedió. Podría volver a suceder. Y tú, ¿en qué lado estarías?». Su literatura no ilumina el pasado. Nos interroga el presente