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Griselda Gambaro y la transformación del teatro argentino con «Antígona Furiosa»

En la Argentina herida de los años ochenta, cuando el país intentaba respirar tras el horror de la dictadura y la palabra «desaparecido» aún resonaba como un abismo, una voz poderosa surgió desde las tablas para desafiar el silencio impuesto. No fue un discurso nuevo, sino un eco milenario, revitalizado con rabia y dolor por la magistral pluma de Griselda Gambaro. Su obra «Antígona Furiosa», estrenada en 1986, trascendió los límites de lo teatral para convertirse en un acto político de memoria, un ritual colectivo de duelo y, sin duda, un punto de inflexión irrevocable en la historia cultural argentina.

Gambaro, figura central de nuestras letras con una trayectoria ya marcada por la denuncia de la violencia, no optó por el panfleto explícito. Con la sabiduría de quien sabe que los mitos antiguos guardan verdades eternas, rescató a la Antígona de Sófocles. Pero esta no sería la heroína estoica de la tragedia griega. La de Gambaro sería una Antígona furiosa, una Antígona argentina, desgarrada y visceral. La trasladó de la lejana Tebas a un espacio sórdidamente familiar: un cafetín de barrio en cualquier esquina de Buenos Aires, un lugar de encuentro cotidiano convertido en escenario de lo siniestro. La tumba de Polinices ya no era un sepulcro real, sino la fosa clandestina; su cuerpo insepulto, el de los miles arrojados al olvido por el terrorismo de Estado.

La furia de esta Antígona es su sello distintivo. No reclama con serena dignidad, sino que grita, se contorsiona, danza con desesperación frenética. Su furia es el espejo de la rabia impotente de las Madres de Plaza de Mayo, de quienes se negaron a aceptar la impunidad, de la dignidad humana profanada que estalla en energía desesperada. Es una furia sagrada. Gambaro convirtió el cuerpo de Antígona en el territorio mismo de la batalla política. Su lucha no se libra solo con palabras, sino con cada fibra de su ser. La icónica escena final, con su danza agónica entre Creonte y Hemón, es una metáfora brutal: el cuerpo de la mujer como campo donde colisionan la ley del poder absoluto y la ley del amor y la memoria. En ese cuerpo presente, sufriente y furioso, Gambaro materializó la ausencia intolerable de los desaparecidos.

Y frente a ella, Creonte. Ya no es un monarca distante, sino la encarnación perfecta del autoritarismo local, de la «razón de Estado» que justificó la barbarie, de la voz que ordena «mirar hacia adelante» y enterrar la verdad junto a los cuerpos. Su enfrentamiento con Antígona es el choque irreconciliable entre la maquinaria del poder y la ética indoblegable del individuo.

El impacto de esta obra en el teatro argentino fue tan profundo como duradero. En un momento en que nombrar lo ocurrido era aún peligroso o tabú, «Antígona Furiosa» abrió una grieta esencial. Usando el velo protector del mito universal, Gambaro legitimó artísticamente el duelo colectivo y la demanda incansable de memoria y justicia. Demostró, con una potencia inédita, que el teatro podía ser mucho más que entretenimiento: podía ser un espacio ritual sagrado para la catarsis colectiva, un lugar donde contener el dolor innombrable, nombrar lo inenarrable y mantener viva la llama de la memoria frente al frío del olvido. La figura de Antígona, en su furia desgarradora, se erigió como un símbolo poderosísimo de la resistencia femenina y popular frente a la violencia de Estado, poniendo en el centro del escenario a la mujer como sujeto político activo, como guardiana ética.

Además, sentó un precedente luminoso sobre cómo releer los clásicos universales con la urgencia del presente más sangrante. Gambaro enseñó que los grandes mitos eran herramientas vivas, capaces de interrogar con ferocidad las tragedias locales. Su lenguaje poético, su uso radical del cuerpo como vehículo expresivo, su compromiso ético inquebrantable y su valentía política marcaron a fuego a generaciones de dramaturgos, directores y actores. Abrió caminos para un teatro político argentino profundamente arraigado en la memoria histórica, un teatro que sigue hoy, décadas después, explorando las heridas del pasado y sus ecos en las fracturas del presente.

 

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