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Pedro Aznar, un río sonoro que abraza todas las orillas

Hay músicos que eligen un camino. Pedro Aznar eligió el mapa entero. Su nombre no se asocia a un solo género, sino al misterioso arte de tejer sonidos diversos en una misma trama emocional. Desde el bajo eléctrico que hablaba en Serú Girán hasta el charango que susurra en sus zambas, Aznar ha navegado las aguas profundas de la música argentina sin brújula más que su curiosidad insaciable y un oído que reconoce hermanos en cada ritmo.

Nacido en Buenos Aires pero ciudadano del mundo sonoro, su carrera es un atlas abierto. Allí están los años fundacionales junto a Charly García, David Lebón y Oscar Moro, cuando el rock argentino aprendió a ser sinfónico y filosófico. En temas como «Inconsciente colectivo» o «Canción de Alicia en el país», su bajo no era acompañamiento: era un personaje que dialogaba con pianos y guitarras, trazando caminos subterráneos donde lo popular y lo culto dejaban de mirarse con recelo.

Pero reducir a Aznar al rock sería ignorar el río subterráneo que alimenta su obra. Tras Serú Girán vino el viaje solista: discos donde el jazz se fundía con milongas, donde la poesía de Yupanqui se encontraba con arreglos de cámara, donde un bandoneón podía llorar junto a un sintetizador sin perder su alma. En Cuerpo y alma (2007) —su obra cumbre— convirtió la música en oración secular: versionó a Dylan con acentos tangueros, hilvanó folclore con electrónica ambiental, y cantó a Atahualpa Yupanqui con la devoción de quien descifra un código sagrado.

Su genio reside en la ausencia de jerarquías. Para él, una baguala no es menos compleja que una fuga de Bach; un riff de rock no es más vulgar que una cadencia de Piazzolla. Esta democracia sonora se revela en sus colaboraciones: ha compartido micrófono con Mercedes Sosa y Pat Metheny, con Jaime Torres y Milton Nascimento, con Dino Saluzzi y Fito Páez. En cada encuentro, Aznar no impone: escucha. Su voz —ese instrumento de timbre cálido y precisión milimétrica— sabe volverse argentina en una vidala, brasileña en una bossa, universal en una balada.

Hoy, cuando muchos músicos se refugian en etiquetas, Aznar sigue siendo un náufrago feliz. En sus conciertos, el charango de los Andes conversa con un bajo fretless; una copla salteña deriva hacia el improvisado jazzístico; un poema de Borges se hace canción con acordes que Gardel no reconocería. Esta libertad no es capricho: es la consecuencia natural de un artista que entiende la música como idioma materno de todos los pueblos.

Pero más allá del virtuosismo —que despliega con humildad de artesano—, su mayor legado es ético. Aznar demuestra que uno puede honrar las raíces sin fosilizarlas; que explorar no es traicionar; que un músico argentino puede ser tan universal como el viento. En tiempos de grietas, su obra es un puente tendido entre orillas: entre lo académico y lo popular, entre el pasado y el futuro, entre el grito y el silencio.

Pedro Aznar no pertenece a un género. Pertenece a ese instante en que el oyente deja de preguntarse «¿qué está sonando?» para sentir simplemente que la música —toda la música— habita un mismo territorio sin fronteras. Un territorio que él recorre con los ojos cerrados y el corazón abierto, como un niño que sigue el rastro de un sonido antiguo y nuevo a la vez. El sonido del mundo.

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