Basta nombrar a Héctor Germán Oesterheld para activar un código cultural argentino. Más que un autor, Oesterheld fue un sembrador de universos. Su obra maestra, El Eternauta, brotó en 1957 entre las páginas de Hora Cero y jamás dejó de crecer. Aquella historieta no fue solo tinta y papel; fue un terremoto cultural que agrietó los cimientos del cómic para plantar en sus fisuras un árbol de significados profundos.
Gracias a la adaptación de Netflix, no es difícil imaginar aquel Buenos Aires bajo una nieve fluorescente y letal, a Juan Salvo, un hombre común convertido en náufrago de una invasión extraterrestre, tejiendo resistencia con amigos alrededor de una mesa. Lo que comenzó como ciencia ficción pronto reveló su corazón palpitante: un manifiesto sobre la solidaridad como arma definitiva, sobre el coraje colectivo frente a monstruos con forma de opresión. Cada viñeta era un espejo. En una Argentina fracturada por golpes y silencios forzados, los lectores reconocieron su propio combate. Oesterheld no dibujó héroes con capa; dibujó vecinos que compartían el mate mientras el mundo se desmoronaba, convirtiendo la historieta en trinchera moral.
Su genio transformó el género en territorio político. Esa nieve mortal que cubría Capital Federal era también la ceniza de los bombardeos a Plaza de Mayo, el frío de las desapariciones. Cuando los «Ellos» atacaban desde el futuro, muchos sintieron el aliento de las dictaduras presentes. Pero Oesterheld no se limitó a denunciar; ofreció un mapa de supervivencia: solo la unión indestructible entre los de abajo podría vencer a los gigantes.
El tiempo convirtió a El Eternauta en algo más que un clásico. Es un organismo vivo que muta en nuevas ediciones, murales callejeros, tesis universitarias y canciones punk. Sin embargo, esta inmortalidad creativa contrasta con la tragedia del hombre: Oesterheld, militante hasta las últimas consecuencias, fue arrancado del mundo junto a sus cuatro hijas por la maquinaria del terror estatal. Su desaparición selló para siempre la paradoja: el autor que imaginó viajeros del tiempo fue borrado del presente por quienes pretendían controlar el futuro.
Hoy, cuando nuevas generaciones siguen la estela de Juan Salvo a través de las viñetas, no solo leen una aventura. Descifran un código ético nacido en los sótanos de la historia argentina. Cada vez que un joven pinta un esténcil del Eternauta con capa y máscara antigás, cuando un docente usa la nieve radioactiva para hablar de memoria, o cuando alguien descubre que resistir no es solo sobrevivir, sino mantener intacta la dignidad, allí late el legado de Oesterheld. Su obra ya no pertenece al pasado: navega hacia delante, como aquel viajero eterno que jamás encuentra puerto. Porque mientras haya injusticia, la última viñeta permanecerá abierta. Y en ella, siempre, un hombre común mirando hacia adelante con los ojos llenos de nieve y esperanza.