Las paredes de sus estudios, los rincones de sus cafés favoritos, el silencio previo a la creación… en esos espacios no siempre reinaba el mutis absoluto. Muchos gigantes de las letras no escribían en el vacío, sino acompañados por un hilo musical que tejía su atmósfera interior. Descubrir sus afinidades sonoras no es un mero ejercicio de curiosidad, sino una forma de asomarnos a la cocina misma de su espíritu, al paisaje auditivo que alimentaba sus universos.
Imaginemos a Jorge Luis Borges, ese arquitecto de laberintos verbales y espejos metafísicos, sumergido en los compases agridulces del tango. Parece una contradicción: el escritor más cerebral, más inclinado hacia lo eterno y lo abstracto, vibrando con la pasión terrenal y callejera del dos por cuatro. Pero ahí reside la clave. El tango que Borges amaba, el de las letras de Celedonio Flores o Discépolo, no era solo baile; era mitología urbana, relato de destinos cruzados y duelos existenciales, un universo de arrabal y fatalismo que resonaba con su fascinación por el coraje, el destino y la identidad porteña. El bandoneón de una milonga vieja podía ser, para él, la banda sonora de una metáfora sobre el tiempo o el olvido. En su cadencia melancólica y su ritmo marcado, Borges encontraba una verdad profunda, tan porteña como sus propias ficciones.
Saltemos a París, o a cualquier lugar donde la imaginación de Julio Cortázar echara raíces momentáneas. Allí, el aire solía llenarse con los sofisticados giros y la libertad explosiva del jazz. Para el autor de Rayuela, el jazz no era un simple fondo musical; era un modelo de creación. La improvisación controlada, la conversación entre solistas, el riesgo constante dentro de una estructura, el énfasis en el swing y el ritmo vital… todo ello encontraba un eco directo en su escritura lúdica, fragmentaria, llena de saltos y sorpresas. El saxo desgarrado de Charlie Parker, la complejidad rítmica de Thelonious Monk, no solo lo acompañaban, sino que dialogaban con su propia búsqueda de una literatura que escapara a lo previsible, que respirara con pulmones libres. El jazz era, en esencia, la banda sonora de su revolución narrativa.
Y luego está Gabriela Mistral, la voz telúrica y maternal de América Latina. En su caso, el refugio sonoro se encontraba en las alturas: la música sacra, los corales de Bach, los cantos gregorianos. Lejos de ser un mero consuelo piadoso, esta música representaba para ella una expresión de lo sublime, de lo trascendente, del diálogo humano con lo inefable. Sus versos, cargados de una espiritualidad intensa y a veces dolorosa, buscaban esa misma elevación, esa misma conexión con fuerzas mayores que la mera cotidianidad. La estructura solemne, la armonía profunda y la búsqueda de lo absoluto en la música sacra resonaban con su poesía, que era también una oración, un grito y una ofrenda. En los coros celestiales, Mistral encontraba el eco de su propia voz poética, amplificada hacia lo divino.
Estas afinidades no son anécdotas decorativas. Revelan cómo el ritmo, la melodía, la atmósfera de un género musical pueden filtrarse en la cadencia de una frase, en la estructura de un relato, en la profundidad de una metáfora. El tango en la prosa precisa de Borges, el jazz en la narrativa en fuga de Cortázar, el canto sacro en la lírica desgarrada de Mistral… son más que preferencias. Son cómplices íntimos en el misterioso proceso de dar vida a las palabras. Nos recuerdan que detrás de los libros inmortales, hubo oídos atentos y un mundo sonoro que ayudó a moldear la voz única de cada creador.