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22 años sin Compay Segundo, la raíz que canta

No fue un relámpago juvenil, sino la lenta savia de un árbol centenario. Compay Segundo —Máximo Francisco Repilado Muñoz— se convirtió en emblema de Cuba porque no pretendió serlo: fue la tierra misma que aprendió a cantar. Su voz, grave como un socavón en la roca tabacalera, y su tres montado —ese instrumento de siete cuerdas que inventó para sonar como dos guitarras conversando— eran ya, antes de que el mundo los descubriera, el rumor profundo de la isla.

Nacido en 1907 en Siboney, cuando Cuba respiraba entre guerras de independencia y zarpazos coloniales, Compay encarnó la memoria viva de un pueblo forjado en mezclas urgentes: el son montuno de las montañas orientales, la trova santiaguera, el guajiro que improvisaba décimas al ritmo del machete, el eco africano de los cabildos en el punto cubano. Fue un arqueólogo musical que nunca necesitó museos: desenterraba melodías en las tabaquerías donde trabajó, en los carnavales de Santiago, en los rezos a San Lázaro. Su genialidad radicó en no innovar desde la ruptura, sino desde la raíz: afinó lo antiguo hasta volverlo eterno.

El mundo lo celebró tarde —casi a los noventa años— cuando el proyecto Buena Vista Social Club lo elevó a ícono global. Pero esa fama tardía no fue casualidad: Europa y América, hambrientas de autenticidad en un fin de siglo digitalizado, reconocieron en su figura la encarnación de un mito viviente. Con su sombrero de Panamá, su sonrisa sin dientes y sus puros artesanales, Compay no era un intérprete: era un paisaje humano. En él resonaban los siglos: la tristeza dulce de «Chan Chan», la picardía de «Macusa», la espiritualidad terrenal de «Sarandonga». Cuando tarareaba «Voy pa’ Mayarí…» no invitaba a un viaje turístico: abría la puerta de una Cuba profunda, la que sobrevivió a imperios y censuras porque supo convertir la resistencia en ritmo.

Su legado no es solo musical: es una lección de identidad. Compay nunca renunció a su Oriente campesino ni se disfrazó para seducir mercados. Mientras el exilio politizaba la nostalgia y la Revolución oficializaba símbolos, él tejía una cubanía más honda: la que vive en el lamento de un contrabajo, en el doble sentido de una letra, en el humo que se eleva de un tabaco recieno. Fue un maestro de la paradoja: analfabeto que componía metáforas de poeta, tradicionalista que inventó un instrumento, pacifista que cantaba a bandoleros con cariño.

Hoy, cuando nuevos sonidos hibridan la música cubana, la sombra de Compay sigue alargándose. No porque los jóvenes lo imiten, sino porque les recuerda que lo verdaderamente revolucionario es no dejar morir lo propio. En cada bajista que estudia sus tumbaos, en cada trovadora que rescata un punto guajiro, late su convicción: Cuba no es un destino geográfico, sino un ritmo que se lleva en la sangre. Compay Segundo no representa la isla: la sigue habitando. Como el mar que lame sus costas, su música es un regreso perpetuo a casa.

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