Cuando Broadway conquistó Carnegie Hall
George Gershwin no solo compuso música: tendió un puente audaz sobre el abismo que separaba los clubes de Harlem de los templos sagrados de la música clásica. En la efervescente Nueva York de los años 20, este hijo de inmigrantes judíos ruso-ucranianos hizo lo impensable: vistió el jazz de esmoquin sin quitarle el alma callejera. El resultado fue una revolución sonora que aún resuena.
Mientras la élite musical veneraba a Debussy y Stravinsky, Gershwin crecía devorando los ragtimes en Tin Pan Alley. Soñaba con inyectar la electricidad del jazz en la orquesta sinfónica, un sueño que tomó forma en 1924 cuando el director Paul Whiteman le encargó una obra «seria». Así nació «Rhapsody in Blue»: un terremoto musical donde los trombones mugían como trenes neoyorquinos, los clarinetes imitaban sirenas callejeras y el piano se convertía en improvisador de club nocturno. El estreno sacudió Carnegie Hall: los puristas fruncieron el ceño, pero el público aplaudió de pie durante quince minutos, consagrando el nacimiento del sinfonismo urbano.
Gershwin desató una guerra cultural donde los tradicionalistas lo acusaron de «manchar» la música culta, mientras los jazzistas sospechaban de un robo a su herencia afroamericana. Pero el público masificó teatros para escuchar cómo el espíritu callejero invadía las catedrales de la alta cultura. Obras como «Un americano en París» —donde las bocinas de taxis se volvieron instrumentos sinfónicos— o la ópera «Porgy and Bess» —cuna del inmortal «Summertime»— confirmaron su hazaña: democratizar la sala de conciertos sin renunciar a la complejidad.
Su muerte a los 38 años no apagó su huella. Revolucionó Broadway elevando musicales como «Lady Be Good» con sofisticación orquestal. Su osadía rítmica inspiró a gigantes como Bernstein, mientras Ravel admiraba su fusión de estilos. Hoy su espíritu late cuando cineastas como Woody Allen usan sus obras como banda sonora de la modernidad, o cuando jazzistas de Ella Fitzgerald a Wynton Marsalis reclaman su herencia. Derribó jerarquías probando que una síncopa podía ser tan profunda como una fuga de Bach, según Leonard Bernstein.
Fue el alquimista que convirtió lo popular en arte eterno. Su genio residió en entender que el swing de un club y el lirismo sinfónico eran dos caras de una misma América. Cada vez que un piano repique «I Got Rhythm» o un oboe llore la melancolía de «Summertime», su espíritu sigue recordándonos que la verdadera revolución nace al borrar fronteras: entre el club y la academia, entre la calle y el pentagrama.
Cuando orquestas filarmónicas versionan a Duke Ellington y conservatorios enseñan improvisación jazzística, aquel «escándalo Gershwin» se revela como profecía cumplida: un futuro donde todas las músicas dialogan. Como él sentenció: «La vida es como el jazz: mejor cuando improvisas».