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Editorial en defensa de la ciencia y la cultura argentina, trincheras de soberanía

El 28 de mayo, las calles de Buenos Aires se llenaron de cascos blancos. No eran astronautas, sino científicos, investigadores, docentes y ciudadanos que, inspirados en El Eternauta – la icónica historieta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, recientemente llevada a pantalla por Netflix y Bruno Stagnaro – salieron a defender la ciencia argentina en un contexto de ajustes y desmantelamiento institucional. Como Juan Salvo, el personaje que lucha contra una invasión alienígena en medio del silencio cósmico, esta marcha representó un grito colectivo contra otro tipo de exterminio: el de laboratorios vaciados, proyectos desfinanciados y carreras truncadas por la fuga de cerebros.

En tiempos de recortes y autoritarismos, cuando los discursos utilitaristas preguntan «¿para qué sirve?» antes de «¿qué podemos aprender?», la ciencia y la cultura dejan de ser lujos para convertirse en actos de resistencia. Constituyen la primera línea de defensa de una nación que aspira a ser dueña de su destino. Un país que descuida sus laboratorios, abandona sus universidades, desmantela sus teatros o censura sus libros no está ahorrando: se está empobreciendo de modo irreparable.

La soberanía nacional no se mide exclusivamente en barriles de petróleo o toneladas de granos. Se construye día a día con moléculas investigadas en institutos públicos, con libros editados por sellos independientes, con películas que narran nuestras contradicciones, con descubrimientos gestados en universidades nacionales. Cada recorte al CONICET, cada museo cerrado por falta de fondos, cada artista obligado a emigrar, representa una rendija por donde se escapa nuestra autonomía colectiva.

La historia demuestra que los regímenes autoritarios siempre han temido más a un poeta que a un tanque. No es casual que hayan quemado bibliotecas, perseguido científicos y prohibido canciones. Sabían que cultura y ciencia son herramientas de pensamiento crítico, y que el pensamiento crítico resulta incompatible con el sometimiento. Cuando un gobierno recorta presupuestos educativos mientras incrementa gastos en seguridad, revela sus prioridades reales: prefiere ciudadanos obedientes antes que ciudadanos capaces de cuestionar.

En Argentina, donde la fuga de cerebros constituye una herida abierta y muchos artistas sobreviven gracias al trueque o subsidios precarios, defender estas áreas trasciende el romanticismo: se convierte en estrategia geopolítica. Corea del Sur salvó su economía invirtiendo en tecnología; Finlandia resistió al autoritarismo soviético mediante la alfabetización masiva; Cuba, a pesar del bloqueo, exporta vacunas. Ningún país alcanzó el desarrollo apostando exclusivamente al ajuste.

Cuando algunos repiten que «no hay plata» mientras recortan partidas clave, debemos recordarles que los recursos nunca faltan para lo que se considera esencial. La pregunta fundamental es: ¿qué consideramos esencial? ¿Los dividendos de unos pocos o el conocimiento de todos? ¿Las cuentas offshore o las escuelas públicas? ¿El silencio o la polifonía de voces que construyen identidad?

Defender ciencia y cultura no constituye un capricho elitista: significa proteger las herramientas que permiten a un pueblo descifrar el mundo y, sobre todo, transformarlo. En este siglo de incertidumbres, solo las naciones que cultiven su inteligencia colectiva y memoria artística tendrán voz en la definición de su futuro. Las demás quedarán reducidas a meras espectadoras de un guión escrito por otros.

En un país donde la ciencia pública ha salvado vidas —desde las vacunas del Malbrán hasta los respiradores desarrollados durante la pandemia— recortar su presupuesto no representa un simple error administrativo: constituye un acto de despojo. Esta editorial no habla solo de números, sino de soberanía; no solo de salarios, sino de futuro. Porque cuando un gobierno decide que la ciencia es un gasto y no un derecho, está firmando, en silencio, nuestra capitulación.

La próxima vez que un funcionario califique de «superfluos» los gastos en centros de investigación o festivales literarios, deberemos responder con datos, poemas, papers y canciones. Porque mientras la contabilidad del poder siempre será cortoplacista, la contabilidad de la historia muestra otra verdad: solo perduran aquellos pueblos que supieron apostar por el conocimiento y la belleza.

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