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Juan Jesús Hernández y «Los descosidos de Dios», viva demostración de la riqueza del periodismo literario

Juan Jesús Hernández, periodista y escritor español, licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Estuvo vinculado a IDEAL desde 1986, donde fue jefe de las secciones Local y de Información, y hoy destaca en la escena literaria con un trabajo impecable, en el que pone su labor de periodista al servicio de potenciar la belleza descriptiva de una aldea. Hernández describe detalladamente la vida de una aldea o pueblo de finales del siglo XIX y principios del XX, con sus dificultades y enigmas.
La vida de un pueblo emblemático de una época es retratada en su libro que pronto se publicará, «Los descosidos de Dios», y lo hace utilizando todas las herramientas del periodismo literario, esa escuela magistral fundada por los profesores iberoamericanos apenas hace medio siglo.

El cura de la aldea, las tabernas y las costumbres de sus habitantes son impresionantes. El lector tiene la tarea de descubrir los misterios que encierra la vida diaria de esas pequeñas comunidades que compartían alegrías, fracasos, dificultades y experiencias indescriptibles, ya que el autor lo describe como si lo hubiera vivido como un protagonista más.

Hernández relata la vida de esa comarca, que puede encuadrarse en la célebre frase de León Tolstoi, unos de los más destacados autores rusos: “Quien conoce su aldea conoce el universo”. Aunque la comarca que describe el autor fue parte de aquella España (añorada por algunos, sufrida por otros), tal vez ya no exista.

Hernández es oriundo de Guadix, ciudad ubicada en la provincia de Granada, que también resulta ser la ciudad natal de Pedro de Mendoza, fundador de Buenos Aires. Una relación tácita que vuelve a darse, pero esta vez desde “Los descosidos de Dios” (Ediciones Brisa Del Sur). Especulo con esta afirmación porque el libro de Hernández invita a recordar e imaginar. El autor estrecha vínculos desde la escritura con Iberoamérica, porque mal que le pese a los norteamericanos, fue en esta parte del planeta, en la que se habla y escribe en español, que surgió el periodismo literario . Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Gastón Gori, Alfredo Varela, sólo por nombrar algunos, son exponentes y cultores del género.

“Los descosidos de Dios” revindica esa corriente literaria, que aparece en escena con “Operación Masacre”, el libro escrito por Rodolfo Walsh y publicado por primera vez en Buenos Aires, en 1957, siendo la primera novela periodística de no ficción. A pesar que EE. UU. afirma que se inicia con Truman Capote y su célebre “A sangre fría”, esta obra apareció muchos años después.
La crítica anglosajona señala que el periodismo literario que rompe la estructura estricta y clásica del periodismo apostando por las historias personales, los detalles y la mezcla de estilos tiene origen con Capote en los años 60. Esa afirmación es errónea porque desconoce a la literatura periodística en lengua española que hoy celebra la aparición de “Los descosidos de Dios”.

Adelanto de “Los descosidos de Dios”

Aunque Hernández posee una extensa trayectoria periodística (principalmente en el diario “El Ideal” en Granada y más recientemente en el portal “Fuentes informadas” de Madrid) y unas cuantas obras en su legajo, es factible augurar que “Los descosidos de Dios” será referente en la bibliografía del autor.

En su obra más reciente, el autor nos anticipa, desde las primeras páginas, los cuadros que componen el gran paisaje que describe a lo largo de sus páginas. Hernández nos recibe como lectores con unas líneas tan poderosas como poéticas: “En las últimas bocanadas del siglo XIX y los primeros años del siguiente, las clases sociales se dividían entre los que mandaban y los que obedecían. Quienes tenían lo que querían o podían saquearlo sin permiso, y los que luchaban por sobrevivir en una tierra arisca y salvaje que ni siquiera les pertenecía. En el Valle de las Encinas no es la ideología, sino la supervivencia el problema. Este es un lugar de grajos reales e imaginarios que vuelan en bandadas y se lanzan sobre las cosechas y las vidas hasta destrozarlas. Y también es un mundo donde lo cotidiano forma parte de la vida porque es en los pequeños detalles donde cobra sentido el quehacer diario. Son tiempos de hambre y miseria. Los lugareños se han acostumbrado a vivir con lo justo, que es escaso, y lo poco les parece mejor que nada. Sus vecinos se alimentan de tradiciones y costumbres, que heredan y se transmiten de padres a hijos como dogmas de fe, y hacen de las rutinas un extraordinario espectáculo diario en el que cada pieza encaja a la perfección. Un todo que se mueve alrededor de un pueblo tranquilo y, por momentos, de gente que no escatima la sonrisa. La aldea es como un oasis aislado del ruido político, pero no siempre es fácil dejar de lado las consecuencias de años oscuros en un rincón de Guadix donde el destino existe solo para quienes se lo podían permitir; no queda más suerte que el azar de una moneda en la que casi nunca sale cara porque la cruz la arrastran desde que nacen 14 hasta que mueren. Y a Juan, un vecino de esa tierra hostil y brava, le salió cruz. Un tiro le desgarró la vida cuando intentaba ganarle tiempo a la de su familia, una mujer y tres hijos —dos niñas y un varón— todos menores de diez años. Los cuatro quedaron abandonados a su suerte, con deudas, sin recursos, sin esperanza, sin padre. A su asesino, acostumbrado a que la moneda le diese cara, no le importaba cómo cayese ni con quién jugara. Era de los que siempre ganaban porque había nacido del lado de los que mandaban, de los bendecidos con el poder de administrar injusticia, con la altanería y arbitrariedad de los que sobrevuelan y rapiñan la dignidad que no les pertenece. Él confiaba en que así fuese e hizo cuanto pudo para que una vez más su fechoría quedase impune. Durante una riña, que empezó cuando un labrador pidió aplazar el pago de la renta de sus tierras, el patrón lo mató. El campesino dio sus últimas bocanadas de vida en un hospital de Granada y jamás regresó a su tierra. Esta es una historia real. Juan, Antonia y sus tres hijos han existido y llorado su amargura de verdad. Y también son reales el homicida y los que intentaron tapar su muerte, aunque todos ellos figuran con nombres ficticios en este relato, que pudo ser tal y como se escribe, o incluso mucho peor. Tampoco son siempre reales los lugares y escenarios recreados para recomponer una historia cruel ocurrida en una aldea granadina durante el primer tercio del siglo, en plena II República y pocos años antes de la guerra civil española. Noventa años después, este relato reivindica la memoria de un labrador que lo perdió todo porque no tenía nada. No fue en la guerra ni por la guerra, fue el 15 atropello de un corazón canalla y ruin en la Andalucía de terratenientes, caciques y señoritos, donde mandaba el dinero y las influencias que dan el poder, y donde una vida podía valer una mueca de desprecio. Reivindica también el tremendo dolor y el sufrimiento de una mujer joven que se quedó viuda, y el sacrificio de tres niños pequeños a las puertas de una etapa política y social compleja y dura en la que se trataba de sobrevivir día a día con lo puesto. Tras el asesinato de Juan, en la familia se levantó un muro de silencio que en la ficción de esta novela Antonia rompió una única vez con su hijo José para contarle la verdad de lo ocurrido aquel trágico domingo 21 de agosto de 1933 en el Arco de San Torcuato de Guadix. Es probable que la consigna no escrita de acallar y tapar el crimen existiese siempre y que ninguno de sus tres hijos supiese nunca la verdad. De una u otra forma, la tragedia condicionó sus vidas de niños y los persiguió de adultos. Ahora es fácil entender que en los ojos de José y de sus hermanas se escondiese la pena y que sus largos silencios cobijaran la rabia y el dolor por el padre que perdieron de la forma más despiadada. Juan, ni siquiera muerto, pudo volver a su pueblo, y lo cierto es que con él se quedaron enterradas las respuestas a las preguntas y las muchas dudas que rodearon su asesinato. Antonia y los hijos no quisieron hablar nunca de ello y rehusaron dar siempre la más mínima explicación ni a los más próximos de la familia, lo que alentó durante décadas rumores en el pueblo que casi acabaron en leyenda. Una muerte violenta marcaba entonces a una familia, aunque fuese la víctima. Todos arrastraban el estigma de algo parecido a una maldición, a una condena en vida rodeada de vergüenza que se tapaba y se escondía. La de Juan no fue una excepción. Todavía hoy sigue siendo un misterio por qué hubo comportamientos que son difíciles de explicar y se tomaron decisiones que son difíciles de comprender. ¿Qué razones había para ese estricto código de olvido sobre la muerte de un hombre abatido por un cacique? ¿Qué razones había para dejarlo en Granada y no darle sepultura en su pueblo? ¿Por qué no ayudó nadie de la familia, ni siquiera quien pudo hacerlo, a traer el cadáver para velarlo con los suyos? ¿Por qué su verdugo estuvo en libertad y gozó de privilegios antes y después de estar procesado? Hoy, 90 años después, estas preguntas siguen sin respuesta. La guerra y su onda expansiva de destrucción y confusión ayudó a taparlo todo y alimentó la impunidad”.

 

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