Por Pedro Jorge Solans
(Escritor y periodista)
Supo lo displicente que había sido en la defensa de su pueblo ante la hecatombe. No se arrepintió de su actitud reprochable, solo expresó que no sabía qué hacer y siempre había sido débil, vulnerable e incapaz de asumir la protección de una comunidad.
Entre empuñar un fusil como su abuelo, o una lapicera como su padre, optó por leer libros en otros idiomas.
Cerró los ojos.
En un acto confesional minimizó todo como Todo, y ofreció un soborno seductor para acceder a una parcela de cielo. En tanto, su abuelo Francisco Isidoro, quién murió con las manos ensangrentadas se ganó legítimamente el fuego eterno.
En la supuesta tumba de un tal Jorge Luis, yace junto a sus restos, la indignación de un hombre que dijo haber vivido injustamente, y su epitafio es un llamado de atención:
“En 87 años, una persona no puede ganar ni perder la eternidad”.