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Orozco y Rulfo: el círculo que se cierra

Crónica de un reconocimiento necesario

Guadalajara, octubre de 1998. El aire en la Feria Internacional del Libro tiene ese espesor peculiar donde se mezcla el polvo de los ejemplares recién impresos con el murmullo de las letras vivas. En este escenario, la Fundación Juan Rulfo entrega su VIII Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe a una mujer menuda de ojos luminosos: Olga Orozco. La noticia, lejos de ser un mero trámite protocolar, resuena como un verso mayor en el pentagrama de nuestra literatura.

Argentina recibe el premio a través de sus manos ajadas por el tiempo y la tinta. Orozco —poeta, periodista, tejedora de símbolos— alza la estatuilla que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. Hay aquí algo más que un homenaje; es un diálogo entre dos mundos que se creían distantes. Rulfo, el arquitecto del silencio y la tierra yerma; Orozco, la cartógrafa de lo invisible, la que convirtió el sueño en lenguaje. La Fundación no premia a una autora: consagra un territorio poético donde lo sagrado y lo terrenal funden sus fronteras.

Su voz, grave como un bajo continuo, agradece el galardón. Recuerda a los fantasmas que la acompañan: Alejandra Pizarnik, Juan L. Ortiz, las voces de la vanguardia que convirtieron el Río de la Plata en un delta de revelaciones. Habla de Rulfo como de un hermano secreto: «Compartimos la obsesión por los que se fueron y nunca se fueron». En sus palabras late esa Argentina profunda que ella exploró como nadie: la pampa como espejo del alma, los santos rurales que son dioses sin templo, el viento que arrastra memorias de muertos vivientes.

El premio llega en el ocaso de su camino. Orozco sabe —todos lo saben— que es uno de sus últimos actos públicos. La enfermedad ya teje su sombra, pero su lucidez quema con intensidad. Este reconocimiento no es un adiós, sino un rescate: la Fundación Rulfo ilumina justo a tiempo la obra de quien convirtió la poesía en un acto de resistencia mística. Mientras las cámaras capturan su sonrisa serena, uno percibe que el premio trasciende lo literario: es un puente tendido entre México y Argentina, entre narrativa y poesía, entre los vivos y los que habitan «esa orilla donde todos nos esperamos».

Algunos murmuran que la elección sorprende: una poeta en un premio que había distinguido mayormente a narradores. Pero ¿acaso Rulfo no fue, en esencia, un poeta de la prosa? Orozco lo entendió antes que nadie: «Juan escribía con la precisión de quien desentierra huesos sagrados». Este galardón corrige un desbalance histórico: la poesía latinoamericana, ese río subterráneo que alimenta todo, recibe por fin su lugar en el panteón rulfiano.

Hoy, al releer Los juegos peligrosos o La noche a la deriva, aquel octubre del 98 adquiere nueva luz. La Fundación no solo premió a una gigante: nos devolvió a una Olga Orozco completa, urgente, necesaria. Su poesía —esa telaraña cósmica donde vibran astros, fantasmas y panes cotidianos— sigue interpelándonos desde el otro lado del silencio. Justo un año después, ella partiría físicamente. Pero ese premio fue el abrazo que cerró el círculo: Rulfo y Orozco, al fin, compartiendo el mismo territorio del mito.

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