Por Clara Gagliano, Editora Corprens.
En su relato Los que se marchan de Omelas, Ursula K. Le Guin empleó la ciencia ficción no como escape, sino como bisturí ético para diseccionar los mitos de la civilización. Omelas, esa ciudad de perfección y alegría, descansa sobre un cimiento macabro: un niño encerrado en la oscuridad perpetua de un sótano, sufriente y abandonado. Todos sus ciudadanos conocen este precio de su felicidad. Todos lo aceptan. Excepto aquellos que eligen marcharse hacia lo desconocido.
Le Guin comprendió el poder único de los géneros especulativos: al trasladar la crítica al territorio de lo fantástico, creó una parábola universal que trasciende ideologías inmediatas. Omelas no es una metáfora vaga; es un diagnóstico preciso de los pilares ocultos de nuestro mundo. Representa el colonialismo que enriquece metrópolis con el dolor de las colonias; el capitalismo que acumula riqueza sobre cuerpos explotados en fábricas invisibles; el imperialismo que garantiza «estabilidad» mediante dictaduras sostenidas; el progreso que sacrifica pueblos originarios y ecosistemas en el altar del desarrollo. El niño en el sótano encarna al Sur Global sacrificado, a las manos esclavas en cadenas de producción, a las comunidades convertidas en zonas de sacrificio. Su tormento no es accidental, sino condición necesaria de nuestro confort, como los minerales de sangre en nuestros dispositivos o la ropa hecha en maquilas. Le Guin nos obliga a confrontar: ¿Cuánta luz en nuestras vidas depende de sótanos que nos negamos a ver?
Lo más perturbador no es la existencia del niño, sino la normalización de su sufrimiento. Los ciudadanos de Omelas, tras un horror inicial, racionalizan su complicidad: argumentan que liberarlo destruiría todo, que su dolor garantiza la armonía, que ya es «irreparable». Este es el mismo mecanismo psicológico que sostiene barbaridades históricas: la deshumanización estratégica de las víctimas. La autora desmonta la falacia de la neutralidad: permanecer en Omelas es un acto de adhesión activa al sistema. Por eso los que abandonan la ciudad – esa minoría que camina hacia la incertidumbre – representan el único gesto ético posible. No ofrecen soluciones fáciles; su partida es un rechazo radical a la lógica corrupta. Son los abolicionistas, los descolonizadores, los que prefieren la duda a la certeza manchada de sangre.
Cincuenta años después de su publicación, la vigencia de Omelas quema. Habita en nuestro consumo occidental que depende de talleres de explotación en Bangladesh; en la «transición ecológica» europea alimentada por minería depredadora en América Latina; en las políticas de «seguridad» que erigen muros sobre cadáveres en el Mediterráneo; en la basura tecnológica que envenena Ghana mientras celebramos el último modelo de teléfono. Omelas no es ficción: es la arquitectura oculta del capitalismo global. Le Guin demostró que la verdadera ciencia ficción no son naves espaciales, sino denunciar futuros donde la opresión se perfecciona bajo luces brillantes.
Con este relato, Le Guin no escribió un manifiesto: tejió un espejo implacable. En su reflejo, la civilización se revela como barbarie organizada, limpia y sonriente. Su genio fue usar la fantasía para decir una verdad insoportable: no existen utopías inocentes. Los que abandonan Omelas son su legado ético: un llamado a romper pactos con el mal, por cómodos que sean. En tiempos de crisis climática y desigualdad obscena, su cuento es una brújula moral. La verdadera humanidad no reside en habitar palacios de cristal, sino en buscar – con los ojos abiertos al dolor ajeno – un camino fuera del sótano. Como escribió Le Guin: «A veces, el que camina hacia otra parte, lleva en sus pasos la única luz posible». Esa luz sigue siendo nuestra rebelión más necesaria.