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La modernidad líquida y la cultura del desvanecimiento: cuando todo se evapora antes de tocarse

Editorial

En Modernidad líquida, el sociólogo Zygmunt Bauman describió un mundo donde lo sólido —las estructuras, las relaciones, las certezas— se derrite hasta volverse fluido, inaprensible. Vivimos, según él, en una era de transitoriedad perpetua, donde la fugacidad no es un accidente, sino la norma. Hoy, casi dos décadas después de su teoría, la cultura popular parece haber convertido su metáfora en un manual de operaciones: canciones que escalan las listas para hundirse en el olvido en meses, series canceladas al primer tropiezo de audiencia y personajes virales que nacen y mueren en el lapso de un tweet. ¿Cómo explicar esta aceleración del olvido?

Bauman argumentaba que la modernidad líquida prioriza lo efímero sobre lo duradero, el consumo sobre la posesión, la novedad sobre la profundidad. En la música, esto se traduce en hits diseñados para ser consumidos como snacks auditivos. Plataformas como TikTok y Spotify, con sus algoritmos basados en tendencias instantáneas, convierten canciones en mercancías de usar y tirar. «Blinding Lights» de The Weeknd, por ejemplo, pasó 90 semanas en el Top 100 de Billboard, pero su omnipresencia no garantiza permanencia: hoy, muchos ni la tararean. Es la paradoja líquida: lo que más brilla, más rápido se evapora.

Las series televisivas no son ajenas a esta lógica. Netflix, Disney+ y HBO Max cancelan producciones tras una temporada (o incluso un episodio) si no generan engagement inmediato. 1899, la ambiciosa serie de los creadores de Dark, fue descartada a pesar de su cliffhanger final. Las plataformas, como oráculos de datos, entienden que en la economía de la atención, lo que importa no es el relato, sino el clic.

Bauman vincularía esta fugacidad al miedo posmoderno al compromiso. En un mundo donde hasta los empleos son «líquidos» (gig economy, teletrabajo temporal), ¿por qué exigirle a una serie que construya universos en cinco temporadas? ¿Para qué invertir en un artista que podría volverse «problemático» mañana? La liquidez cultural es una estrategia de supervivencia: si nada se fija, nada puede fracasar del todo.

Pero hay un costo. La cancelación exprés de proyectos impide que las historias maduren, que los personajes se complejicen, que las canciones se conviertan en bandas sonoras generacionales. Comparemos Friends (emitida 10 años) con Emily in Paris (renovada por audiencias altas, pero ya olvidada tras cada temporada). La primera, pese a sus defectos, es un artefacto cultural sólido; la segunda, un producto líquido: agradable, pero sin huella.

Frente a este panorama, emergen contracorrientes. Artistas como Taylor Swift, que reconvierten su discografía en eras eternas, o series como The Bear, que priorizan la intensidad narrativa sobre el episodio infinito, sugieren que aún hay lugar para lo duradero. Hasta en el K-pop, reino de los comebacks frenéticos, BTS pausó su maquinaria para priorizar proyectos individuales: un gesto «sólido» en un sistema líquido.

La modernidad líquida no es un diagnóstico, sino un espejo. Refleja nuestra adaptación —a veces patológica— a un mundo hiperconectado y sobreestimulado. Pero, como advirtió Bauman, la liquidez excesiva puede ser tan letal como la rigidez: sin puntos de anclaje, la identidad se disuelve.

Quizás el desafío no sea rechazar la fugacidad, sino encontrar un equilibrio: abrazar lo efímero sin renunciar a construir legados. Después de todo, hasta el agua, en su fluir, esculpe cañones. La cultura podría aprender de ello: fluir, sí, pero dejando marcas que, como los versos de Cohen o los fotogramas de Blade Runner, sobrevivan al torrente.

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