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García Márquez, Juan Pablo II y la crónica que nunca escribió

Centro Gabo. Mayo de 2025. El 19 de enero de 1979, casi cuatro meses después de la sorpresiva muerte del papa Juan Pablo I, Gabriel García Márquez se reunió en el Vaticano con Karol Józef Wojtyla, el primer polaco en convertirse en sumo pontífice. El mundo entero lo conocería mejor por su nombre papal: Juan Pablo II.

García Márquez había logrado la aprobación de una audiencia especial con él, gracias a la intervención de varios hombres cercanos al Papa. El primero de ellos fue el cardenal Paulo Evaristo Arns, a quien el novelista conoció en Brasil durante una campaña relacionada con las personas desaparecidas por la dictadura cívico-militar que gobernó Argentina en aquella época. Arns escribió una carta a la Secretaría de Estado del Vaticano en la que explicaba la trayectoria de García Márquez y su lucha al frente de Habeas, una fundación creada en 1978 para la solidaridad mundial con los presos políticos, desaparecidos y exiliados de América Latina y el Caribe. No obstante, este documento no llegó hasta el nuevo papa. Así que García Márquez acudió a su amigo Fulvio Zanetti, entonces director del semanario L’Expresso, quien le aseguró tener los contactos necesarios para conseguirle una audiencia.

El encuentro se fijó para el 19 de enero a la una de la tarde. En el aeropuerto de París, desde donde voló hacia Roma, García Márquez compró su primera corbata en veinte años, temiendo que no lo dejaran reunirse con el Papa por no vestir adecuadamente. Lo que ocurrió después de su llegada a Italia, el escritor colombiano lo narró en el borrador del segundo tomo inédito de sus memorias, hoy disponible en el archivo del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin.

Había que pasar primero por un edificio determinado en el barrio de Parioli, tocar el segundo timbre de la derecha de arriba hacia abajo y preguntar por la condesa. Así no más: la condesa. Sin embargo, la que bajó tan pronto como tocamos, y sin la menor prisa, fue una joven romana, bella y encantadora, que llevaba una bolsa de mercado con mis libros en italiano para pedirme que se los firmara. Ella nos condujo a un instituto de estudios teológicos a doscientos metros de la plaza de San Pedro, donde nos esperaba un sacerdote yugoeslavo que hablaba un español perfecto y parecía saberlo todo de Dios y de la América Latina. “Él me introdujo en el Vaticano, no por la puerta grande, sino por una muy estrecha que da a una callejuela posterior donde no parecía haber ninguna guardia”, relató García Márquez.

Juan Pablo II lo esperaba en un salón pequeño rodeado de vidrieras radiantes. A García Márquez le sorprendió su parecido con el novelista checo Milan Kundera. Como el Papa estaba perfeccionando su español para la visita que pronto haría a México, Gabo le propuso conversar en ese idioma y, acto seguido, le dijo: “No sería nada malo poder decir en mis memorias que le di al Papa una clase de castellano”. Juan Pablo II sonrió con el comentario.

“Mientras conversábamos, me daba palmaditas en el brazo para hacer énfasis en sus palabras. Me contó de entrada que había estudiado el castellano en la escuela secundaria, porque estaba escribiendo una tesis sobre San Juan de la Cruz y quería leerlo en el original. Yo cometí entonces el error táctico de seguir haciéndole preguntas sobre un tema que me pareció irresistible, y cuando me di cuenta, había gastado cinco minutos de los diez previstos para la audiencia”, contó el escritor.

El tema de los desaparecidos en América Latina vino poco después. Para aprovechar mejor el tiempo, García Márquez lo habló con Juan Pablo II en italiano y en francés, lenguas que el papa manejaba mejor. “Esto es idéntico a la Europa oriental”, dijo el Papa, cuando García Márquez le entregó una copia de la carta escrita por el cardenal Arns y en donde se denunciaba incontables violaciones de derechos humanos en Argentina. Por desgracia, la audiencia terminó sin que el novelista pudiera dar una réplica o profundizar más en el asunto.

“A medida que aquel encuentro se sedimenta en mi memoria, lo evoco menos como una derrota sin batalla y más como un recuerdo de la infancia que bien merece ser contado. “Sobre todo al final, cuando el Sumo Pontífice no pudo abrir por dentro la puerta de la oficina por más que hacía girar la llave, hasta que un secretario acudió en su auxilio y lo abrió desde fuera”, narró García Márquez. “Sólo entonces tomé conciencia plena de dónde estaba, de aquellas vidrieras de madera natural con filas interminables de libros iguales, de aquellos floreros antiguos sin una sola flor y de aquel hombre solitario que hacía girar la llave al derecho y al revés en la cerradura sin conseguir abrirla, murmurando algo en polaco que tal vez fuera una oración al santo ignoto que abre las puertas atacadas. ¡Qué tal que mi mamá supiera que estoy encerrado con el Papa en su oficina!, pensé. Me pareció tan irreal que aquella tarde me hice el propósito firme de no escribirlo nunca, por temor de que nadie me lo creyera”.

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