En el panorama de la literatura argentina, Roberto Juarroz (1925-1995) ocupa un lugar singular. Su obra, agrupada bajo el título Poesía vertical, no solo renovó el lenguaje poético en español, sino que trascendió fronteras para dialogar con la poesía universal desde una voz íntima y, a la vez, metafísica. A casi tres décadas de su muerte, su escritura mantiene una vigencia sorprendente, como un faro para quienes buscan en la palabra un sentido más profundo del existir.
Juarroz desconfiaba de la poesía ornamental, de los versos que se complacen en su propia belleza. Su búsqueda era otra: desnudar el lenguaje hasta alcanzar lo esencial, interrogar lo cotidiano para revelar su misterio. En sus poemas, lo ordinario —una silla, un árbol, un silencio— adquiere dimensiones insospechadas. Como escribió en uno de sus versos más célebres: «Tal vez la poesía sea lavar la palabra hasta que brille». Ese lavado no era un ejercicio de minimalismo, sino una ascensión hacia lo absoluto.
Su contribución a la literatura argentina es doble. Por un lado, junto a figuras como Jorge Luis Borges o Alejandra Pizarnik, Juarroz amplió el espectro de la poesía filosófica en el país, aunque con un tono más austero y menos vinculado a la tradición literaria clásica. Por otro, su obra funcionó como un puente entre el surrealismo y la mística, entre el pensamiento occidental y las reflexiones orientales sobre el vacío y la unidad cósmica. No es casual que haya sido traducido a más de veinte idiomas ni que poetas como Octavio Paz o René Char hayan elogiado su trabajo.
¿Por qué sigue vigente Juarroz? En una época dominada por el ruido, la prisa y la superficialidad, su poesía ofrece un refugio de silencio y hondura. Sus versos no hablan desde las respuestas, sino hacia las preguntas: «¿Qué queda cuando se quiebra el silencio? / ¿Qué sobra cuando se rompe el vacío?». Esa interrogación permanente resuena hoy con fuerza, en un mundo que parece haber olvidado el arte de preguntar.
Además, su influencia se percibe en poetas contemporáneos que exploran lo trascendente sin caer en lo religioso o lo dogmático. Su legado no es una escuela, sino una actitud: la de quien escribe no para decorar la realidad, sino para desnudarla.
Leer a Juarroz hoy es un acto de resistencia. Resistencia contra la banalización del lenguaje, contra la poesía convertida en espectáculo. En sus palabras, aún late esa «poesía vertical» que no se conforma con girar en círculos, sino que aspira —siempre— a subir o caer. O, como él mismo diría: «Queda el riesgo de seguir ascendiendo / o la certidumbre de no haber subido nunca».