El presidente de Argentina, Marcelo T. de Alvear fue elegido democráticamente en 1922. En esa época por demandas internacionales el Territorio Nacional del Chaco se perfilaba como el primer productor nacional de algodón.
Por Pedro Solans, para Diario Norte
«Entonces, Alvear se subió al proyecto propuesto por la industria textil inglesa y nombró como gobernador del Territorio del Chaco al estanciero algodonero y político santafesino Fernando Centeno.
La Reducción Indígena Napalpí, ubicado a ciento veinte kilómetros de Resistencia, entre Machagai y Quitilipi era un espacio de sometimiento donde los aborígenes fueron obligados a trabajar en condiciones esclavizantes.
En julio de 1924, las comunidades qom y mocoví y un grupo de cosecheros criollos provenientes fundamentalmente de Corrientes y Santiago del Estero se declararon en huelga; denunciaban los maltratos y la explotación de los administradores que coincidían con los terratenientes, y planearon trasladarse a los ingenios azucareros de Salta y Jujuy. Pero el gobernador Fernando Centeno presionado por los colonos con la amenaza que se perdería la cosecha les prohibió abandonar el Chaco y, ante la persistencia indígena, ordenó la represión.
Cuántos interrogantes, cuántas situaciones inconclusas dejaron las muertes que lastimaron a la humanidad y la desaparición de casi un millar de personas, en ese episodio que aún duele a la sociedad y en especial a los chaqueños. De una manera, u otra, la Masacre de Napalpí es un capítulo de la gran historia que carece aún de reflexión, de análisis, de estudios más profundos para que de tanto dolor la sociedad argentina recoja su aprendizaje colectivo. Sin embargo, recién, y después de 100 años, solo se puede ratificar la historia oficial que tergiversó los hechos archivándolo como sofocación de malones, contando con la complicidad de lo que se sabía a voces peladas en cada familia bajo el olvido, camuflado entre la piel del silencio, el mirar para otro lado, cuando las mujeres qom-toba herederas de lo sufriente, golpeaban las manos para vender sus artesanías o cambiar por ropa vieja o restos de comida.
La orgía de sangre ocurrió en Napalpí, en la actual jurisdicción de la Colonia Aborigen, en el entonces Territorio Nacional Chaco, cuando el país a través del gobierno del presidente Marcelo Torcuato Alvear seguía comprando ilusiones de prosperidad a cambio de producir algodón a muy bajo costo para abastecer a través de la intermediación estadounidense a la poderosa industria textil inglesa.
Alvear gobernaba ese país centenario de la revolución de mayo, mostrando una ilusión falsa que aún pervive en el imaginario de los argentinos como es la frase: «somos un país rico, somos un país potencia».
La mayoría de los habitantes de ese «país rico, de ese país potencia» chorreaba crímenes, sangre, miseria, hambre, mientras un minúsculo porcentaje de argentinos paseaba ostentaban sus riquezas, «—tiraban manteca al techo—» en las grandes capitales europeas.
El algodón, el trigo, la carne se iban en los barcos dejando en el país a los pueblos originarios, a los gauchos, a los inmigrantes en extrema pobreza, en la indigencia total.
Napalpí, un crimen en sangre
La masacre regó como otros episodios llenó de muertos a la historia chaqueña, pero Napalpí también dejó otras calamidades, cerró la boca de los pueblos originarios, fue un escarmiento para que sumisamente soportaran las condiciones esclavizantes para que el algodón, la madera, salieran del país con un precio irrisorio para los mercados internacionales.
Ese fue el modelo «civilizatorio» que se le propuso a los aborígenes para que dejen la vida nómade y se sumasen al sedentarismo para trabajar dentro del sistema capitalista.
En estos 100 años, todo siguió igual. Sigue vigente Napalpí, y, a diario, con muertes silenciosas, sin planes, sin solución, reducidos, los aborígenes se van reduciéndose cada vez más lejos de la visibilidad social, y en franca extinción. En ese contexto, las sobrevivientes Rosa Chará y Melitona Enrique fueron invisibles, pero llegó el momento en que los testimonios salieron a la luz y pusieron las cosas en su lugar.
Melitona Enrique
Melitona Enrique nació el 16 de enero de 1901 en el paraje rural chaqueño El Aguará cuando la provincia del Chaco era Territorio Nacional. Sobrevivió la Masacre de Napalpí a los veintitrés años y fue la única víctima qom-toba que pudo dar un testimonio fehaciente de lo que ocurrió aquel sangriento sábado 19 de julio de 1924.
Con su diminuta figura defendió con amor y pasión a su pueblo qom -toba. Con su vida dejó un ejemplo de dignidad humana. 83 años estuvo cobijada en un férreo silencio que parecía olvido, y esa actitud tranquilizó a sus perseguidores y asesinos de su familia; sin embargo, ella mantenía encendida la esperanza de reparar; lo que se pudiera reparar ante un dolor inmenso como lo que sufrió su comunidad en la masacre, que la hipócrita historia oficial definió y archivó como sofocación de malones producidos en Napalpí que ponían en riesgo a los pueblos de Machagai y Quitilipi.
A Melitona le extirparon el alma durante aquel ataque que sufrió solo por defender su condición de trabajadora rural que, junto a su gente, pedía que se cumplan los acuerdos hechos con la Administración de la Reducción de Napalpí, —hoy Colonia de Aborigen— donde una población de qom-toba, moqoit, y un puñado de criollos, especialmente llegados de Corrientes y Santiago del Estero, trabajaban en la cosecha del algodón y en tareas obrajeras.
Los trabajadores reclamaban el pago de sus trabajos y mejores condiciones de vida.
Los crímenes de lesa humanidad que la policía del Territorio Nacional con el apoyo de la sociedad civil de las poblaciones de Machagai y Quitilipi, perpetraron en esa oportunidad fue de tal magnitud que entre las terribles consecuencias algunas perduran hasta hoy.
Fue un sangriento escarmiento para que los peones rurales no levantasen sus voces, ni reclamen ante la explotación que sufrían.
Melitona Enrique pudo escapar la masacre y anduvo casi toda su vida escapándose, pero nadie sabía que llevaba el mandato de su Pioxonac, de su cacique, de su líder espiritual. Sabía que para cumplirlo debía mimetizarse, que debía salvarse y el silencio era un buen aliado. Tuvo que exiliarse, no pisar por muchos años su Aguará natal. Y así lo hizo, con el dolor a cuestas por otras cosechas, otros obrajes, por los hornos de ladrillos, por los hornos de carbones, pero no quiso morir sin dar su testimonio, sin que se escuchase la voz de las víctimas que jamás fue tenida en cuenta.
En el 2007, en su rancho de El Aguará, y después de recuperar un poco de confianza y perder otro poco de miedo, contó lo que vivió aquel sábado, y lo hizo en qom ante el autor de este poemario, quien luego escribió Crímenes en Sangre, libro que colaboró a revertir la historia oficial, a que el Chaco sea el primer estado —provincial— en pedir perdón por una agresión y un saqueo a un pueblo originario en América del Sur.
Al año de cumplir con su misión Melitona Enrique se apagó, parecía que estaba satisfecha, con las huellas de su dolor transformadas en un mapa de dignidad. En su despedida se miraron con el autor de este libro y de Crímenes en Sangre de una manera que daba la sensación que estaban creando un mundo de respeto, agradecimiento, amor y pasión.
En Napalpí, también se generó un epistemicidio porque la historia enseña a diario que el poder necesita del olvido de las víctimas, de los sectores poblacionales marginados y de los pueblos que no se insertan en la producción o colaboran en el acopio del capital.
La masacre insta a reflexionar sobre las desapariciones de los pueblos y de los sectores sociales que, tras ser despojados o saqueados, dejaron de tener lugar en el sistema productivo.
Napalpí es un ejemplo de los aniquilamientos que se producen en distintos lugares de «los nadies» de «los descartables» a quienes se pretende borrar del planeta: y, seguramente, sin reflexión, sin conciencia de lo sucedido, habrá más víctimas, más tragedias, más matanzas de mundos con el único fin de empequeñecer la vida.
Napalpí, sigue reflejando como las clases sociales dominantes necesitan mantener su dominio saqueando riquezas, usurpando tierras como si necesitaran expulsar al vacío a otros y otras como si el planeta fuera para pocos.
Nunca en la historia reciente, ni en ningún otro sitio, como en América Latina, los trabajadores rurales multiétnicos sufrieron en un silencio forzado tanta pesadilla, tanta destrucción. Tuvieron que ver, impotentes, desgarrados, cómo los esbirros desintegraban violentamente sus respectivas comunidades, y sufrieron el feroz espanto de la indiferencia.
Les dieron vuelta la vida, les invirtieron la cosmogonía: vivían entre estrellas en busca de una tierra sin mal y terminaron entre piedras borrascosas moviéndose como si lo hicieran entre ruinas, donde ni siquiera pudieron ni pueden llorar sus muertos por miedo, por vergüenza, o por una autoexigencia de abrazarse al olvido impostor, ese olvido que es la esencia del poder dentro de un sistema capitalista, asimétrico, inhumano.
Eso fue, y es el Napalpí de hoy, sometimiento, escarmiento, degradación de lo humano al extremo de la inacción. Los herederos de Napalpí no están en las ciudades, están encogidos en reductos casi carcelarios, en ranchos en parajes aislados en el Impenetrable. Están en proceso de extinción, callados, agachando la cabeza, bajando la vista y sintiendo la culpa de lo que les ocurrió. Están profanados, atravesados, ya no tienen nada, se esconden de vergüenza y para no recibir más culpas que le enrostran sus victimarios, que ya no tienen nombres porque no hace falta, para eso está el mismo sistema.»
Lo real doloroso
(poema que integra el libro «Melitona Enrique, amor y tierra»)
El fraile Pole Nom arribó en 1889
a la Misión Nueva Pompeya.
Con su sotana marrón
su palabra fue ley.
No era discutida
como en el lugar de los muertos,
donde era cuestionada
por los mismos muertos,
que lo obligaban
a besar más seguido su crucifijo.
Cuando ingresaba al almacén
de Napalpí, lo besaba tres veces
para frenar las diabluras de los infieles.
Bajo un sol brasa, ingresó al almacén
y se dirigió hacia el mostrador
donde el barullo había apagado un rayo.
En un rincón, el bravo Irigoyen
Sobreviviente de la masacre estaba echado
saboreando un trago de tinto caliente,
caliente como el clima,
caliente nomás,
en una taza de moscas.
Buenas, Irigoyen, en el nombre del Padre.
Qué hacés aquí. Dejá de tomar esa porquería
y andá a trabajar para una casa digna.
Tu familia está necesitada, chamigo.
Tenés que ser buen cristiano.
Portate bien, ¡hombre!
para que Dios te tenga en cuenta
y perdone tus pecados;
así podés entrar al cielo
como cualquier hombre blanco.
Irigoyen lo miró, sonrió,
y en su media lengua trató de hacerse entender:
Disculpe, don, yo vengo del cielo,
que comparto con vos.
Estamos en la misma realidad
sin creer, pero queriendo.
Me sobran dioses y están conmigo,
me respetan, aunque ¡vo no lo creás,
me respetan, si chera á. Soy toba, qom.
y la tierra es para todos!
Tu Dios es el que pesa el algodón
que yo cosecho.
En la balanza siempre ganan los patrones.
Nunca alcanza para la provista.
Nunca alcanza para la harina,
para la grasa, para el aceite.
Tu Dios, ese mismo,
me vende más caro que a los blancos,
y yo quedo siempre debiendo.
Tu Dios, ese mismo,
me roba los animales
cuando los arreo.
Mire, don,
a los borrachines hay que respetarlos
si no quiere escuchar lo real doloroso.
El cura lo bendijo para sacarle el Diablo
del cuerpo.
Dalmacio Irigoyen murió en 1985.
Nunca recibió la medicación para el Mal de Chagas.