Por Fernando Jaén Águila
(Médico y poeta)
El material del que está hecha la poesía, es el lenguaje. Si de alguna manera somos capaces de hacer algo con las palabras que trasciendan lo que son, si podemos transformar un recuerdo o una emoción en un objeto artístico, la obra tendrá al fin sentido, para el que la ha escrito y para el que la lee.
El libro “El nombre de las horas perdidas”, de José María Cotarelo Asturias (Corprens editora, Argentina, 2023), cumple esa doble función. Desde un tono reflexivo, ahonda en las raíces con un lenguaje cada vez más sencillo, honesto, que no necesita ningún artificio para tener solidez, pero repleto de imágenes imborrables como si de una película antigua se tratase. Viene el poemario precedido por un elegante prólogo del escritor Leopoldo “Teuco” Castilla. En su texto concluye con una reflexión que comparto: “Conmovedor, finísimo, en un solo vuelo extendido de corazón a corazón, este hermoso canto, dicho así casi en secreto, no se irá nunca de la memoria del lector, que no sabrá nunca que en ella – sin que él se de cuenta- se ha escondido para siempre un niño”. Y comparto esta frase porque este libro esconde no solo un niño, sino una infancia, que descubre maravillado el mundo que le rodea, y de la vida de las personas más cercanas, hombres y mujeres duros, luchadores, los herederos de una España que sobrevivía a los estragos de una guerra fratricida. A las palabras de Leopoldo le sigue un itinerario marcado por su infancia y estructurado en tres capítulos.
El primer capítulo, el camino hacia el origen, es una lúcida declaración de intenciones. Rescatar lo que aún queda de nosotros. Nos presenta a un niño que “nunca fue a ninguna parte”, que descubrió el mundo a base de construir sueños con el barro en sus manos, y puentes para que pasaran los riachuelos de las últimas lluvias mezclado con el orín de la cuadra. Un niño que conoció muy pronto la muerte en la figura de su hermano, cuya presencia está presente en el libro como la niebla al despertar en los montes de Taramundi. La vida en el campo era dura, con noches frías sin luz artificial, donde era preciso rezar antes de descansar debajo de pesadas sábanas, para no sucumbir a las heladas de la noche, mientras se oía el ladrido distante de los perros y el aullido atemorizador de los lobos en el monte. La educación católica tenía como costumbre reforzar el espíritu y la carne, pues la letra entraba con sangre, y las palabras se aprendían con la esperanza de dejar atrás las legañas de la pobreza. El viento para ese niño era sinónimo de libertad, pues en los ríos del aire dejaba navegar el niño sus sueños, y solo la voz del padre, serio y severo como los padres de entonces, lo acercaba a esa tierra difícil que acogía el aliento de los vivos. La naturaleza era el paisaje, el hogar y la escuela del niño. Nos dice en un poema de esta parte (poema XII) “El niño vio como el relámpago/ esculpía la mañana y la lluvia/ con la fuerza del rayo y la bestia”. Las aves de la mañana, pero también las nocturnas, fascinaban a un niño que veía en ellas hermosos contadores de cuentos. Su piar era el lenguaje que mejor entendía en las montañas ese pequeño “pastor de nubes”. Las imágenes que recrea en todo el libro son muy hermosas y preñadas de nostalgia. Pues el niño crecía pronto, el tiempo maduraba su cuerpo y su alma, sabiendo que crecer era, de alguna manera, una forma de escapar a la cercana muerte (“el niño era un ataúd perfumado”). El sonido del yunque en la madrugada y al caer la tarde, las campanas de la iglesia anunciando el ángelus, el rumor del ganado recorriendo las laderas, el aullido de los lobos, las lumbres de las casas y las huellas que deja la sangre en jardín de las estrellas… todo eso fueron las mimbres que forjaron la persona del niño. En la humildad de las gentes de su familia entendió ese afán por la ceremonia que acompañaba a cada estación del año y un respeto profundo a la vida y a la belleza de las cosas sencillas, el sentido profundo y místico del ser humano.
En la segunda parte, precedida por una cita de Carl Jung, nos recuerda la paradoja del hombre “soy joven y soy viejo al mismo tiempo” . Aquí el niño busca su origen. Busca hallar respuesta a una de las primeras preguntas que uno se hace: ¿Quién soy yo? ¿de dónde vengo?. Y aquí el poeta nos enfrenta a un espejo, a su propia noche y a un revuelo de plumas al filo de la madrugada, a una fusión con el paisaje, como si su tierra y su cielo estuvieran tan dentro de él como fuera. (poema LVII): “Admitir que todo es germinal/ que todo es posible e imposible”. La creación del lenguaje de aquellos tiempos es la creación que Chema nos ofrece.
En la tercera y última parte, es Borges quien nos abre la puerta con esta cita: “solo perduran en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo”. El primer poema de esta sección dice así (poema LIX) “Preguntaste niño para saber/ que fue de la noche de las penumbras/ la noche que sobre tus ojos/ alguien arrojó un pañuelo de estrellas”. La imagen vuelve a ser esencial en esta parte, más reflexiva que llena de nostalgia, donde el peso de la familia y la herencia vital recibida, van constituyendo y conformando la madurez de este niño, que crecido ya es un hombre que rinde tributo emocionado a lo que fue y a la gente que le hizo ser quien es a día de hoy. “El niño era la forma de la heredad/ en el vientre de su madre,/ pero ya estaban el dolor y el miedo”. “Veía a los viejos y a los otros/ beber copiosamente del vino amargo…// Se cantaba para no llorar por dentro”. “Aquel niño que caminaba/ de atrás hacia delante…// ahora ya sabe que está solo,/ desnudo en mitad de la noche/ frente a la montaña de aquellos días.” Crecer, parece que nos quiere decir el poeta, es aprender a estar solo frente a nuestra memoria, frente a nuestra vida fundada sobre frágiles recuerdos, crecer es saber regresar a ninguna parte y encontrar en las entrañas de la propia infancia las “melodiosas aguas de la poesía”.
Aunque el libro está estructurado en tres partes, el libro es un solo poema, extenso y hermoso, emotivo y conmovedor, que recorre la vida de un hombre bueno, un buen hombre, educado en la severidad de un tiempo que entendía el valor de la vida, el valor de las palabras y que conoció el nombre de las horas perdidas.
Ahora el poeta y el lector pueden mirarse frente a frente, decirse las cosas a la cara. Ahora, es la hora de desentrañar el libro, de dejar libres las palabras, esas que brotan en él como de una fuente que permite saciar la sed y transmutar del mundo.