Por Carlos Piegari.
Posadas-Barcelona. Escritor sofista.
(para Neaconatus)
Varias personas se comunican a diario con Neaconatus. Quieren hablar, no saben por dónde. Algunas están convencidas que las redes sociales han sido embargadas por ejércitos de espías, que si exponen opiniones a través de su perfil pueden sufrir represalias en sus trabajos, temen el regreso de listas negras. Tanto Alberto Szretter como yo, intentamos desmontar estas paranoias (con cierto fundamento) e impulsamos el diálogo. Que casi siempre termina con frases del estilo: “La gente está cansada, se siente la necesidad de creer en algo…”
Nosotros nos asombramos, ¡esto recién comienza! ¿Tan pronto anhelan la llegada de alguien que cambie el error cometido? Si adhirieron a este modelo ¿sufren por los bolsillos vacíos y los dólares que tienen que vender? Si no lo aceptaron, ¿ya tiran la toalla? Y si hubieran elegido una opción más racional, ¿se arrepienten apenas llegó el temblor?
Entonces consolamos tanto desconcierto prometiendo qué en nuestros artículos, de algún modo, compartiremos claves analgésicas desde la palabra escrita. No como un texto de autoayuda, ni falsificando la opción profesional del terapeuta, sino como una llamada telefónica en medio de la noche.
Existe un género filosófico que se denomina criticismo. Vaya redundancia de cualidad, pero a través de la historia se ha confundido este tipo de expresión de ideas desmitificadoras con diatribas, ataques, invectivas y descalificaciones varias, casi siempre proyectadas hacia personas o saberes que no le caían bien a otros dueños de la verdad. Porque la verdad no es un perro callejero que deambula libremente por las calles de la razón, sino un mastín atado con cadena en el patio de su amo de turno. Y ¡cuidado con ese perro! Si la crítica, como suele suceder siempre, no es aceptada y analizada con flexibilidad, nos echarán el can encima para que nos desgarre a dentelladas. Criticar es peligroso, más vale ser sumiso y callar. Pero esta subordinación nos enferma. Como sucede hoy. Deprime, amarga e inmoviliza. Actualmente somos un país paralizado, nadie se mueve, no hay horizonte a la vista. Al mejor estilo Stephen King, en su novela La cúpula (en inglés: Under the Dome), sobrevivimos aislados del mundo exterior por una barrera invisible de disparates. Y ni que hablar de quien ose criticar algo por las redes “suciales”, cataratas de insultos le caerán como rayos celestiales. ¿Para esto sirve esta comunicación donde no damos la cara? ¿Para ofender desde el anonimato cobarde?
La crítica del conocimiento es el objeto principal de la filosofía. Indaga en lo dado, en lo que repetimos como loros durante siglos. Obvio que detrás de todo esto está Kant, quién si no. Es factor gnoseológico esencial, bastardeado por la ignorancia hipócrita. Se mete con las creencias y los supuestos. Duda. Sus enemigos declarados son la religión (no me toquen la santidad) y la legislación (saque sus sucias manos de las cosas graves e intocables). El criticismo siempre sospecha de todo. Es un entrometido que no le cae bien a nadie, comete el peor de los pecados, pregunta si cesar. Es como la gallina Eureka de Les Luthier. ¿y por qué, por qué, por qué…?
Hoy, toca aplicar a fondo el criticismo para superar el período histórico que nos obligan a transitar. Busquemos ayuda. Leemos a John Gray y nos quedamos con la boca abierta ¿no era que la humanidad avanzaba hacia un constante progreso? Pues va a ser que no. La humanidad no marcha hacia ninguna parte. Es una ficción, un conglomerado de individuos improvisando cada día la mejor forma de pasarla fatal. Ellos y los demás, se entiende ¿verdad? Esto me induce a pensar que tan mal no hicimos las cosas en Argentina. Una mayoría eligió un tirano loco para que amenizara sus aburridas vidas. Ya no daba para más eso de ahorrar dólares, viajar a Miami a renovar el guardarropa, enviar los hijos a colegios privados donde se compraban los títulos, cambiar de coche cada año, vivir en countrys, mantener dos amantes, esnifar de la buena al borde de la piscina, un agobio. Además, había que soportar a esas feministas pesadas, pagarles la jubilación a los viejos (que no se morían nunca), solventar sistemas de salud sociales, escuela pública… Entonces contratamos al payaso de McDonald’s para animar la fiestita, ganó las elecciones y millones de argentinos recibieron su “cajita feliz”. Claro, un pequeño detalle, las hamburguesas y los McNuggets estaban vencidas y a los niños y niñitas del cumple les agarró una diarrea del carajo.
Pero fue un accidente, como hicieron en Alemania. Ahora muchos están terriblemente satisfechos, porque degradan y someten a quienes les da la gana. Pero se lo tienen merecido. John Gray lo dice clarito: “para pensar en los seres humanos como amantes de la libertad, uno tiene que ver casi toda la historia como un error.”
Y critico, cuestiono los tipos de poder, las máscaras del poder. Umberto Galimberti me da la razón cuando afirma que el poder repta, e invade nuestro inconsciente “hasta el punto de presentarnos como obvio lo que en realidad es una imposición suya.” Y así nos sucedió. Me critico a mí mismo por no haberme dado cuenta a tiempo, que el poder se disfrazó de prestigio, de ambición, de reputación, de carisma, de reivindicación militarista… Y no supe ver que, en verdad, todo terminaría en un control omnímodo. Y regreso en el tiempo a Alemania y transcribo un párrafo de las largas conversaciones que la periodista e historiadora Gitta Sereny mantuvo con Franz Stangl, director del campo de exterminio de Treblinka.
Stangl: Matar con gas a cinco mi o seis mil personas en veinticuatro horas era una tarea que exigía la máxima eficiencia. Ningún gesto inútil, ningún conflicto, nada de complicaciones, nada de acumulaciones. Llegaban, y al cabo de dos horas ya estaban muertos (…)
Sereny: Pero, usted con su posición, ¿no podía acabar (…) con aquellos horrores….
Stangl: ¡No, no no! Era el sistema (…) Funcionaba.
El sistema funcionaba. Hoy nos ilusionamos con una alianza de gobernadores y mañana descubrimos que se esfuma por intereses económicos y miedo. ¿Algo que ver con matar a los jubilados de hambre? ¿En no subvencionar medicina de alta complejidad? ¿En el precio de los remedios? ¿En no proveer de alimentos a los comedores populares? ¿En dejar a millones de argentinos sin trabajo? ¿Un plan inimputable en cortes internacionales que juzgan genocidios, como la reducción paulatina y sagaz de la población argentina? Este es uno de los defectos de la crítica, tiende a establecer analogías melodramáticas. James Hillman consideraba que evaluar la vida con variables de coste y beneficios “no es justo (…) Tal vez sea el mal.”
La crítica implica indagar el fundamento racional de las creencias, inclusive las inferidas. Por eso podemos imaginar que nuestro país vive una puesta en escena estética, digna de Shakespeare. Tal el caso, puede entrar en escena Benedetto Croce con su investigación crítica del arte, sobre todo la que conecta con la crítica literaria. E intentar calmar el desasosiego social con una aproximación a la Divina Comedia. Croce reconoce en esta obra episodios poéticos, políticos, explicativos y teológicos. Y nada de esto falta en nuestra Divina Comedia criolla. Si Estanislao del Campo nos acercó el Fausto a través de Anastasio el Pollo, Milei es transexualmente Beatriz y Virgilio guiándonos a través de esta realidad dantesca.
La crítica brechtiana es un ejemplo de lucha, al igual que Gramsci, ambos reconocen que las clases dominantes imponen sus mandatos, no por su cualidad universal, Sino porque tienen los medios materiales que permiten difundir sus estatutos de clase como verdades universales. Y así sucedió aquí.
“Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”, nos enseñó Goebbels. Yo digo: “Critica, critica, critica que algo quedará, cuantos más grande sea una crítica más gente se salvará.”
La limpieza se pudo hacer de otra manera. Tarde para lágrimas.