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Lo público y lo privado

Por Jorge Felippa

 

Desde que empecé a borronear lo que después se llamarían poemas, siempre intenté encontrar los hilos que anudaban, mis asuntos más íntimos con el afuera, con esta ciudad donde acaso mis pasos pudieran dejar alguna huella. Unos cuántos libros, en manos amigas o bibliotecas públicas, son testigos de esa voluntad.

 

A comienzos de los años ’70 del siglo pasado, en horas de incertidumbre personal y colectiva, mis palabras y mis actos encontraban en el entorno más cercano, en la cotidianeidad más ínfima, razones que los justificaran. Algunos dirán: qué modo poco original de evadir ausencias evitables, o de anteponer el “compromiso” con los ajenos a las necesidades básicas de los propios. Sí, a veces hacía entrar lo público por la ventana, cuando las palabras no alcanzaban para mitigar las carencias domésticas, o los miedos crecían como yuyos en la mirada de mis hijos.

 

Jamás imaginé que ese ovillo de fugas a destiempo, era una humillación propinada a mí mismo, que lo público seguía su curso sin que mi presencia le importara a casi nadie. Que podía o podían callarme, y el “mundo seguía andando”, y ningún llamado se animaría a pronunciar mi nombre. De hecho, hoy puedo contarlo sin culpa ni reclamo. Fue uno de los primeros y contundentes “cross a la mandíbula”.

 

Después, esos aplausos y diplomas, fueron el argumento casi excluyente para que mis ínfulas de historiador e incipiente “poeta comprometido”, tuvieran que poner distancia de esta ciudad. La que había sido pública y rebelde, entonces se transformó en una trampa cazabobos para cualquiera que hubiera alzado su voz disonante a la marcialidad castrense. Con la distancia, llegó el silencio y una nostalgia irreparable por nuestra Córdoba.

 

Esta ciudad que, a menudo nos alimenta el desencanto y de la que también, seguiremos enamorados hasta el último aliento.

 

II

 

La invasión ininterrumpida de nuestra privacidad, a través de mensajes, llamados, fotografías y demás etcéteras de otros, nos avasallan sin medida de tiempo y lugar. Entre el invasor y el invadido, se genera entonces una mutua dependencia, con demandas que reclaman una respuesta “urgente”. Si esa inmediatez no es satisfecha, producirá reclamos también “urgentes”. Desatentos, indiferentes, insolidarios u otros calificativos parecidos, nos abrumarán las horas de nuestra asediada intimidad.

 

Quién iba a imaginar que, en apenas dos décadas de este nuevo siglo, las redes y sus prótesis nos convertirían en unos adictos irredentos a la exposición pública de “casi” todas nuestras intimidades. Desde cada centímetro de los cuerpos, en cualquiera de sus formatos ahora liberados, hasta el ensordecedor puterío de esos personajes autoproclamados influencer, u opinaitors en variopintos asuntos de interés “publico”.¿Existe algo que no le hayamos entregado a esos dioses incógnitos del algoritmo? ¿O no les hemos servido en bandeja el más efímero deslizamiento, aquello que bebemos o ingerimos, las ideas que nos atraviesan y los odios que no escondemos? Difícil, ¿no?

En ese espejo nos mostramos y miramos para ser vistos. Y nuestro “buen nombre y honor”, aquello que a nuestros antepasados les alcanzaba con el valor de la palabra y un apretón de manos, ahora se cotiza en una moneda de virtualidad, no de virtudes. Es la que marca el termómetro de nuestra existencia, en este espacio cada vez más ancho y ajeno.

A propósito, ¿cuántos likes merecerán estas palabras?

 

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