El mítico Bar de la poesía de Buenos Aires fue el escenario donde el poeta español José María Cotarelo Asturias ha presentado el pasado jueves 23 de noviembre “El nombre de las horas perdidas” (Corprens, editora) donde cuenta poéticamente su niñez en la aldea campesina de Taramundi en la Asturias profunda tan cercana para los argentinos descendientes de españoles.
En el teatrino de la esquina porteña, más precisamente de San Telmo de Chile y Bolívar, Cotarelo fue desandando su historia con una poética exquisita y en varios pasajes los asistentes llenaron de lágrimas y emoción el auditorio.
Cotarelo Asturias fue presentado por su editor, pero antes el poeta Norberto Barleand le dio la bienvenida al mítico reducto.
Como duendes
El anfitrión dijo, Cotarelo Asturias se sumó a la nómina de poetas que aún andan como duendes por las mesas y butacas desde 1982 cuando el Rubén Derlis inauguró en esta esquina este lugar para la Poesía.
“Derlis perteneció a la Generación del ’60 y en seis años convirtió al bar en un ámbito de referencia para este movimiento que tuvo a Juan Gelman, Francisco Paco Urondo, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, entre otros, como los exponentes de mayor influencia de aquella corriente. También congregó a la nueva generación de poetas empujados por la naciente democracia. Fue un lugar de referencia indiscutida de la época”, señaló Barleand.
Luego, —recordó el anfitrión— durante seis años fue el bar fue sede de la bohemia artística de San Telmo, el barrio favorito de los intelectuales. En sus mesas se fundó el Grupo de los Siete y fue el lugar de encuentro de UNCIPAR, Unión de Cineastas de Paso Reducido. Además, se llevó a cabo el ciclo “Poesía Lunfarda” y los distintos encuentros de literatura policial y de jazz, además de talleres de narrativa y poesía.
En una de sus mesas, Horacio Ferrer (Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires desde 1992 y de la de Montevideo a partir de 2002) conoció a Lucía Michelli, a quien le escribió un poema llamado Lulú, que más tarde sería transformado en vals por Raúl Garello.
Sus primeros versos rezan: “¿Te acordás del café La Poesía /esa mágica noche en San Telmo? / Buenos Aires urdió nuestro encuentro, / tan romántica y dulce Lulú”. En la primera mesa entrando por la esquina, mano derecha al lado de la ventana, una chapa corona la madera con la dedicatoria a esta eterna pareja.
«Vos tenés que escribir…»
El poeta radicado en Granada hizo revivir los cuentos de abuelos y bisabuelos de numerosos argentinos que habían llegado de España, y que también trabajaron la tierra en la Argentina.
Cotarelo reconoció que “El nombre de las horas perdidas” fue escrito porque el poeta Leopoldo Teuco Castila lo animó a escribir diciéndole “vos tenés que escribir sobre el niño que fuiste” y el genial Teuco Castilla fue el autor del prólogo. Pero Cotarelo Asturias también hizo mención al Martín Fierro, el primer libro que escribió en su aldea.
Castilla señala en su escrito que el libro ya preanuncia esos maravillados peregrinajes por los sentidos, en su primer poema: “Sí, aquel que alargó/la lenta exactitud de las horas, /el que reía a la mañana/ y perseguía las sombras. /El mismo que incendiaba la noche/ y ahuyentaba las serpientes.”
La belleza, la emoción y el rito celebratorio no terminaron con la lectura del poeta, sino que entre los amigos que cosechó en Argentina Cotarelo Asturias, están los cantantes Yamila Cafrune y Alberto Muñoz que le dedicaron canciones al poeta y brindaron cada uno sus respectivos mini recitales, y la actriz Viviana Ruano recitó un poema del libro.
El poeta se despidió de su niñez
Aquel niño que caminaba
de atrás hacia adelante,
que abrió sendas y destinos
y viejos horizontes ya inalcanzables,
está solo.
No es él mismo.
Por el filo de los versos
se fue desmembrando,
por esa larga hilera de sílabas,
de palabras como cordilleras,
y vientos huracanados.
Y sin apenas percibirlo,
con parsimoniosa y lenta exactitud,
entre piedras y acantilados,
se le fue la vida.
Ahora ya sabe que está solo,
desnudo en mitad de la noche
frente a la montaña
de aquellos días.
Como el caballero que velara sus armas,
veló los crepúsculos, agitó sus brazos,
y doblaron por él las campanas.
Ya no hay lápiz capaz de escribir
el nombre de las horas perdidas.
Ya no hay forma de saber
de qué hubiese sido capaz
de no haber errado tanto.
Quedan, en la caracola de la memoria
unos pocos penachos de flores disecadas,
un vidrio que refleja las maderas
de la vieja casa medio derruida,
una soledad asombrosa de sí mismo,
una ternura que no sabe cómo
se le quedó amortajada
y se le fue haciendo cuesta arriba.
Y, sin embargo,
puede que aún sea el mismo.
Que nunca haya regresado a ninguna parte.