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Ney Matogrosso, el cuerpo como trinchera y la revolución permanente

Cuando Ney Matogrosso irrumpió en los escenarios brasileños en los 70 con Secos & Molhados, no cantaba: lanzaba manifiestos con la garganta. Su voz, ese filo de contralto que oscilaba entre un susurro venenoso y un grito desgarrado, era solo el principio. El verdadero impacto venía de su cuerpo: delgado como un alambre, pintado de azul eléctrico o dorado, semidesnudo bajo faldas de plumas, moviéndose con una gracia felina que convertía cada gesto en desafío. En plena dictadura militar, cuando la censura apretaba las tuercas, Ney hizo de su carne un territorio liberado.

Nacido en Cuiabá en 1941, su historia podría haber sido otra. Podría haber sido el funcionario público que casi fue, o el cantante convencional que jamás permitió ser. Pero eligió la herejía como método. Con una intuición genial, entendió que en Brasil —ese país de máscaras y apariencias— la subversión más radical era la exposición cruda de lo prohibido: lo queer, lo ambiguo, lo abyecto convertido en arte sublime. Mientras los militares imponían «hombría» como valor patriótico, él desmontaba la masculinidad con tacones y purpurina.

Su mayor contribución fue transformar la canción popular en laboratorio político. Tomó compositores «respetables» como Dorival Caymmi o Chico Buarque y les inyectó veneno lírico. En «Rosa de Hiroshima», su versión convertía la denuncia pacifista en ritual apocalíptico; en «O Vira», bailaba la sátira social como un chamán poseído. Pero donde rompió todos los moldes fue con «Homem com H» —esa joya de Nelson Motta— donde ironizaba la virilidad tóxica con un histrionismo que dejaba al descubierto el absurdo de la pose machista. Cada frase era un dardo: «Hombre no llora / Hombre no usa rosa / Hombre no besa en la boca…». El público se partía entre risas nerviosas y aplausos furiosos.

Nunca fue un activista de discursos. Su militancia fue estética: demostrar que un cuerpo fuera de la norma podía ser soberano. En sus manos, el escenario se volvió zona autónoma donde el género se disolvía, donde lo marginal se erigía centro. Cuando la prensa le preguntaba por su sexualidad, respondía con evasivas poéticas: «Soy un accidente geográfico». Mientras el país entero jugaba al escondite con la represión, él ponía el pecho descubierto —literalmente— para recibir los dardos.

Hoy, a los 82 años, sigue siendo un terremoto en tacones. Su legado no está en los premios (que los tiene), sino en la fisura que abrió en el imaginario latinoamericano. Cuando Linn da Quebrada canta «Bixa Travesty», cuando Pabllo Vittar lleva la bandera trans al top de las listas, cuando un adolescente en São Paulo o Buenos Aires se pinta las uñas de negro sin miedo, ahí late la semilla que Ney plantó. Nos enseñó que la libertad no se pide: se encarna. Con cada contoneo, cada nota sostenida como un desafío, nos recordó que el poder no teme a las consignas: teme a los cuerpos que bailan fuera del guión.

Su carrera es un atlas de reinvenciones: del glam rock salvaje de los 70 al tango lacerante con «Bandoneón arrabalero», del cabaret político al folk electrónico. Pero el núcleo permanece: la convicción de que el arte no debe consolar, sino rasgar velos. En un continente aún enfermo de machismo, homofobia y autoritarismo, Ney Matogrosso sigue siendo ese espejo incómodo que nos devuelve nuestra propia hipocresía. Su mayor hazaña no fue sobrevivir a la dictadura, sino demostrarnos que la verdadera revolución empieza cuando alguien se atreve a decir «Yo soy esto» frente a un mundo que exige «Sé lo otro». Después de todo, ¿qué es la libertad sino el derecho a cantar fuera del coro?

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