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Lidia Poët: de combatir el machismo italiano del Siglo XIX a triunfar en la pantalla chica

Cuando los jueces del Tribunal de Apelación de Turín anularon su matrícula en 1883, no solo estaban expulsando a una mujer del foro: estaban declarando ilegal el futuro. Lidia Poët, con sus 28 años recién cumplidos, su título de Derecho obtenido con honores y su inconformismo tallado en los valles valdenses, se había convertido en la primera abogada italiana. Su delito: haber osado ejercer. El fallo judicial —un documento que hoy avergüenza a la historia— rezaba: «La mujer está destinada por naturaleza a la procreación y al hogar». Pero Lidia, hija de una familia protestante donde la educación femenina era sagrada, ya había roto el molde. Mientras Turín se burlaba de ella en caricaturas misóginas, ella respondió con un gesto que anticipaba el siglo XX: lanzó tomates contra las ventanas del tribunal. Era el primer acto de una guerra jurídica que duraría cuatro décadas.

Su lucha no fue un alegato solitario. Fue un terremoto silencioso en las entrañas del Reino de Italia, recién unificado bajo el peso del conservadurismo católico. Poët, políglota y viajera (hablaba cinco idiomas y estudiaba sistemas penitenciarios en Europa), entendió que el derecho era el campo de batalla. Mientras el Estado la relegaba a «pasante» en el bufete de su hermano Enrico, ella transformó el ostracismo en trinchera: defendió a presos olvidados en cárceles piamontesas, escribió informes sobre la tortura infantil en reformatorios, y se convirtió en secretaria general del Congreso Penitenciario Internacional. Cada acta firmada, cada visita a una celda, cada artículo sobre derechos de las mujeres eran un desafío a la sentencia que la inhabilitaba. «Mi toga está colgada, pero no mi mente», declaró. En el limbo profesional, se hizo experta en derecho penal internacional —territorio donde ningún tribunal italiano podía silenciarla—.

Su exilio forzoso fue, paradójicamente, su arma más poderosa. La prensa europea seguía su caso; feministas como Anna Maria Mozzoni la convirtieron en símbolo; sufragistas inglesas le enviaron cartas de solidaridad. Cuando en 1903 el gobierno propuso una ley que permitiría a las mujeres ser abogadas (pero no jueces ni fiscales), Lidia movilizó redes transnacionales para exigir igualdad plena. La ley murió en el Parlamento, pero la semilla crecía: en 1919, otra mujer, Teresa Labriola, retomó su batalla legal. Y en 1920, con Italia tambaleándose entre la posguerra y el ascenso fascista, un decreto rehabilitó su matrícula. Lidia Poët, a los 65 años, volvió a vestir la toga. No como gesto piadoso, sino como reconocimiento tácito de que su terquedad había cambiado la jurisprudencia continental.

Hoy, cuando la serie «La Ley de Lidia Poët» (Netflix, 2023) convierte su vida en ficción —con detective incluido—, vale recordar la verdadera épica que inspiró el relato: la de una mujer que peleó no solo por firmar escritos, sino por redefinir la justicia misma. En sus memorias inéditas, escribió: «El derecho no es neutral: nace de los que pueden hablar. Yo quise dar voz a los silenciados». Por eso defendió a inmigrantes, obreros y menores explotados décadas antes de que existiera el concepto de «derechos humanos». Por eso, cuando el fascismo abolió los colegios de abogados, ella siguió visitando cárceles. Por eso, en 1946, con 91 años y la Italia liberada, fue nombrada vicepresidenta de la Asociación de Mujeres Juristas. Murió en 1949, meses después de que la Constitución garantizara la igualdad jurídica que ella encarnó.

Su legado no es una estatua (aún no la tiene en Turín), sino las miles de abogadas italianas que hoy llevan su nombre en bufetes y sentencias. Cada vez que una fiscal pide condenas por violencia de género, cada vez que una letrada defiende a un refugiado, cada vez que una juez interrumpe un tribunal para denunciar sexismo, ahí respira Lidia. Porque ella no ganó solo un título: demostró que la justicia sin mujeres no es justicia: es la mitad de un diálogo roto. Como esos tomates lanzados contra el tribunal en 1883, su vida fue un acto de fértil rebeldía: una mancha roja sobre el mármol impoluto del poder que, al borrarse, dejó todo limpio.

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