Cuando el fuelle de su bandoneón se expandía, toda una ciudad contenía el aliento. Aníbal Troilo no fue solo un músico excepcional; fue el arquitecto de un sonido que definió la esencia del tango porteño, tejido con melancolía, sofisticación y calle. Nacido en 1914 en el barrio del Abasto —entre cafés donde Gardel tarareaba y baldosas gastadas por milongueros—, «Pichuco» (apodo que lo acompañó desde la infancia) convirtió su instrumento en extensión del alma argentina.
Su genio residió en una paradoja: fue revolucionario desde la tradición. Mientras el tango evolucionaba hacia orquestas monumentales en los años 40, Troilo mantuvo una formación íntima —dos bandoneones, dos violines, piano y bajo— donde cada nota respiraba. Bajo su batuta, el tango dejó de ser música para pies y se convirtió en poesía para oídos: arreglos de oro firmados por Astor Piazzolla, Orlando Goñi y Julián Plaza, que transformaban simples compases en paisajes sonoros. Ahí, en ese cruce entre el lamento del bandoneón y los violines que sollozaban, nació el «sonido Troilo»: una textura profunda donde el dolor y la esperanza bailaban abrazados.
Sus composiciones son mapas afectivos de Buenos Aires. En «Sur» (con versos de Homero Manzi), el bandoneón dibuja el atardecer gris sobre las esquinas de Pompeya; en «Responso», llora la muerte de su amigo, el poeta Homero Expósito; en «Che, bandoneón», dialoga con el instrumento como si este tuviera conciencia propia. Pero su legado trasciende la creación: fue el gran catalizador de talentos. Descubrió a Roberto Goyeneche, cuyo fraseo canyengue revolucionó el canto tanguero; guió a Edmundo Rivero y a Ángel Cárdenas, y hasta le regaló a un joven Piazzolla su bandoneón cuando este partía a estudiar con Nadia Boulanger en París. «Tocá todo, pero no olvides el tango», le dijo. Un mandato que Astor honraría al reinventar el género.
Troilo era la contradicción hecha arte: tímido en persona, pero un titán en el escenario; glotón confeso (sus asados eran leyenda), pero asceta en la perfección musical; conservador en formas, pero vanguardista en emociones. Mientras dirigía, sus ojos se cerraban como si rezaran, y el fuelle de su «bandoneón de yeso» —así llamado por su color— gemía historias de amores perdidos y cafés que ya no existían.
Murió en 1975, pero su presencia sigue viva en cada esquina donde el tango late. Hoy, cuando un bandoneonista callejero despliega «La última curda» en San Telmo, o cuando la Orquesta Escuela «Emilio Balcarce» ejecuta sus arreglos con devoción sacra, se confirma su inmortalidad. Troilo no pertenece al pasado: es el pulso eterno de una cultura que se niega a ser museo. Su música nos recuerda que el tango, como Buenos Aires, es un laberinto de pasiones donde siempre —siempre— hay un bandoneón iluminando la salida.
En el Café Homero Manzi, una placa lo homenajea junto a su silla vacía. Dicen que, en las noches de niebla, aún se escucha su risa grave y el rumor de un fuelle afinándose. Porque Pichuco, como el tango mismo, es un fantasma que nunca se fue.