Aquel 7 de julio de 1990, bajo las estrellas de las Termas de Caracalla en Roma, tres titanes de la lírica —Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti— alinearon sus voces como planetas en conjunción celestial. Lo que comenzó como un gesto solidario para la fundación de leucemia de Carreras se transformó en un cataclismo cultural. En vísperas de la final del Mundial de Italia, ante seis mil almas y cámaras de 54 países, no solo cantaron arias: dinamitaron los muros que separaban la ópera del pueblo.
El genio del productor Mario Dradi residió en el repertorio: junto a las sagradas arias de Verdi y Puccini, resonaron boleros nostálgicos y canciones napolitanas que hicieron vibrar a turistas en bermudas y críticos de frac. Cuando Pavarotti lanzó su legendario do agudo en «Nessun dorma», la ovación duró tres minutos. No era solo aplauso: era el sonido de un mundo descubriendo que el bel canto podía electrizar como un gol de Maradona. La transmisión global y el disco subsiguiente —15 millones de copias, récord imbatible para música clásica— fueron solo números que certificaban el milagro. Por primera vez, la ópera sonaba en gasolineras de Nebraska y mercados de Manila, tarareada por abuelos que jamás pisarían La Scala.
Su impacto trascendió lo musical. Un español, un italiano y un catalán que venció a la muerte cantando en armonía meses después de la caída del Muro de Berlín se convirtieron en embajadores involuntarios de una nueva diplomacia. El fenómeno inspiró todo: desde los megaconciertos de Bocelli hasta el crossover de Yo-Yo Ma, e incluso homenajes en Los Simpsons. Pero los puristas alzaron la voz: acusaron a los tenores de convertir el arte sagrado en espectáculo circense, privilegiando el volumen sobre el matiz. Tenían razón en algo —aquello no era ópera tradicional—, pero ignoraban que estaban presenciando un renacimiento: la ópera recuperando su alma callejera, liberada de museos y esnobismos. Como declararía Domingo: «No traicionamos el arte; lo rescatamos de su jaula dorada».
Hoy, con Pavarotti desaparecido, Carreras retirado y Domingo navegando polémicas, su legado palpita en cada rincón de la cultura global. Fueron los primeros streamers antes de internet: llevaron música clásica a 1.500 millones de personas. Artistas como Lang Lang o Jonas Kaufmann caminan sobre el puente que ellos tendieron entre élite y multitudes. Los conciertos en estadios de U2 o Coldplay heredaron su fórmula de grandiosidad y emoción accesible. Pero su revolución más profunda fue psicológica: desacralizar la alta cultura. Demostraron que un do de pecho podía conmover tanto como un riff de rock, que las lágrimas ante «O sole mio» no requerían doctorado en musicología.
Cuando un niño en las favelas de Río silba «La donna è mobile» escuchada en un teléfono, o cuando un bar de Seúl anima la noche con el «Brindis» de La Traviata, allí vive el espíritu de Caracalla. Aquella noche no fue un concierto: fue una invitación a bailar con los fantasmas majestuosos de la ópera, recordándonos que Verdi y Puccini compusieron para tabernas antes que para palcos de terciopelo. Como escribió un crítico: «Fue el día que la cultura bajó del pedestal, se desabrochó el esmoquin y se puso a beber vino con el pueblo».