Enrique Raab no fue solo un nombre más en la larga lista de desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar y eclesiástica argentina. Fue un periodista, un militante y, sobre todo, un defensor de la palabra libre en un tiempo donde el silencio era impuesto a sangre y fuego. Su secuestro en 1976, a los 31 años, no solo truncó una vida, sino que intentó borrar una voz incómoda para el poder. Hoy, recordarlo implica no solo rescatar su historia, sino reafirmar un compromiso irrenunciable con la libertad de prensa y los derechos humanos.
Raab trabajó en medios como Noticias y La Opinión, donde el periodismo no era un ejercicio neutral, sino una trinchera. En una época convulsa, su pluma reflejó las tensiones de un país dividido, pero también la necesidad de informar sin concesiones. Su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) lo situó en la mira de un Estado terrorista que confundió disidencia con subversión y pensamiento crítico con enemigo a eliminar.
Su desaparición, como la de tantos otros colegas—Rodolfo Walsh, Haroldo Conti—fue un ataque calculado contra la inteligencia y la libertad. Los dictadores entendieron que para dominar, debían no solo secuestrar cuerpos, sino también silenciar ideas. Raab representaba ese peligro: alguien que creía que las palabras podían cambiar el mundo.
Cuatro décadas después, su figura cobra nueva urgencia. En un presente donde la libertad de prensa sigue bajo acecho—ya sea por presiones económicas, judiciales o discursos estigmatizantes—, la historia de Raab nos interpela. ¿Cuánto hemos avanzado realmente si aún hay periodistas amenazados, medios cooptados y verdades incómodas que se prefieren ocultar? La defensa irrestricta de la prensa libre no es un legado del pasado: es una batalla cotidiana.
Recordar a Raab no es solo un acto de memoria, sino de justicia. Es insistir en que ningún poder tiene derecho a decidir qué se dice o se calla. Y es honrar a quienes, como él, creyeron que el periodismo—cuando es valiente—es siempre un acto político.