Era 1966 cuando Michelangelo Antonioni, un maestro del cine italiano, tomó un cuento de Julio Cortázar publicado siete años antes en Buenos Aires y lo transformó en Blow-Up. La película, ambientada en el swinging London, parecía a primera vista un universo lejano al de «Las babas del Diablo». Pero la esencia –esa inquietante sospecha de que la realidad se desmorona tras el visor de una cámara, la imposibilidad de fijar una verdad única– era pura savia cortazariana. Antonioni no adaptó; respiró a Cortázar. Y en ese gesto, reveló un fenómeno sutil y persistente: la literatura argentina como un faro subterráneo para el cine internacional, no por su color local, sino por su exploración de las grietas universales de la condición humana.
Lo fascinante no es que nuestros escritores sean «llevados al cine». Es como sus obsesiones particulares resuenan en lenguajes fílmicos ajenos. Cortázar, con su juego perpetuo entre lo visto y lo imaginado, su desconfianza hacia la superficie, encontró en Antonioni un cómplice perfecto. El director italiano trasladó la angustia del fotógrafo argentino en París a un Londres hedonista, pero mantuvo intacto el núcleo existencial: ¿capturamos el mundo o proyectamos nuestras fantasías sobre él? Blow-Up no ilustra el cuento; es su hermano gemelo nacido en otro continente, otra lengua, otro medio. Y Cortázar mismo lo celebró como una obra autónoma, un diálogo creativo antes que una servil reproducción.
Esta permeabilidad de las ideas literarias argentinas trasciende un solo caso. Pensemos en Manuel Puig. El beso de la mujer araña no solo fue adaptado (brillantemente) por Héctor Babenco. Su estructura polifónica, su inmersión en el melodrama como refugio y cárcel, su exploración de la identidad bajo la opresión resonaron en un cine que buscaba narrar la intimidad como resistencia política. Puig ofrecía no una historia, sino una forma de sentir el mundo que traspasó fronteras.
¿Y qué decir de Borges? Su influjo es un fantasma que recorre innumerables filmografías. No necesariamente en adaptaciones literales (aunque las hay, como la extraña y fascinante Hombre mirando al sudeste de Subiela, deudora de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»), sino en la arquitectura mental de sus relatos. El laberinto como metáfora del destino, el tiempo circular, la ficción que devora la realidad, el doble, la biblioteca infinita… Estos motivos borgeanos han nutrido desde thrillers existenciales europeos hasta obras maestras del cine asiático. Directores como Chris Marker, Raúl Ruiz o incluso Christopher Nolan beben, consciente o inconscientemente, de ese manantial de ideas abstractas y precisas que brotó en las bibliotecas porteñas.
Roberto Arlt, con su furia urbana y sus antihéroes atormentados, encontró eco en el cine negro y en retratos de la alienación moderna. La crudeza existencial de un Saer, la densidad poética de una Ocampo, la ironía corrosiva de un Fogwill… Cada uno ha dejado semillas que germinan en terrenos fílmicos imprevistos.
¿Por qué esta resonancia? Quizás porque la gran literatura argentina del siglo XX, hija de un país en perpetua crisis y reinvención, se especializó en indagar lo inestable: la identidad frágil, la realidad dudosa, la historia como relato movedizo, la ciudad como laberinto sin centro. Son preocupaciones que trascienden la pampa o el río de la Plata. Son interrogantes que un cineasta francés, italiano, japonés o estadounidense puede hacer propios cuando busca diseccionar las ansiedades de su propio tiempo y lugar.
El cine internacional no viene a la literatura argentina buscando postales del tango o el gaucho (aunque también las ha tomado). Viene husmeando, como Antonioni en las páginas de Cortázar, esa capacidad única para socavar la certeza. Viene buscando preguntas bien formuladas sobre el caos de la percepción, los límites del yo, la naturaleza elusiva de la verdad. Nuestros escritores construyeron laboratorios narrativos donde la realidad se descompone y recompone bajo una luz perturbadora. Y ese es un experimento que el cine global, ávido de profundidad en un mundo de imágenes veloces, sigue encontrando indispensable. La Argentina que viaja al cine del mundo no es siempre visible; a veces es solo una sombra dudosa en un negativo ampliado, una inquietud filosófica, un laberinto de espejos donde directores de todas las latitudes se reconocen perdidos y fascinados. Como el fotógrafo de Blow-Up, descubren que en el grano de nuestra literatura hay un misterio que nunca se agota.