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Witold Gombrowicz: el náufrago que convirtió Buenos Aires en territorio polaco

Llegó a Buenos Aires en agosto de 1939, escapando de una Europa que ya olía a pólvora. Witold Gombrowicz, escritor polaco de provincias con traje ajado y mirada de halcón irónico, jamás imaginó que su escala transatlántica se convertiría en un exilio de veinticuatro años. Argentina no fue solo refugio: fue el crisol donde su literatura mutó de provocación vanguardista a obra maestra universal. Su historia es la de un hombre que convirtió el desarraigo en patria literaria, mientras tejía puentes invisibles entre la melancolía eslava y el frenesí rioplatense.

Los primeros años fueron puro vértigo existencial. Vivió de prestado en pensiones sórdidas de San Telmo, malvendió sus pertenencias, y sobrevivió gracias a la solidaridad oblicua del Café Rex y La Fragata. Allí, entre mesas de mármol manchadas de café, comenzó a escribir su legendario Diario argentino: «Aquí soy un cero. Pero un cero que escupe fuego». Esa fragilidad se volvió su fuerza. Mientras Polonia desaparecía bajo la ocupación nazi, él reinventaba el polaco desde Buenos Aires, traduciendo al español su novela Ferdydurke con un grupo de jóvenes escritores —Viridiana, Virasoro— que apenas entendían su idioma. Ese acto de traducción colectiva fue una metáfora brutal: el lenguaje como territorio de resistencia.

Gombrowicz no buscó integrarse. Observaba la argentinidad con ojos de entomólogo divertido: «Ustedes viven en la superficie de las cosas, como saltamontes felices». Sus críticas a la solemnidad cultural local («el arte aquí es como un sándwich de jamón con caviar») escandalizaban a la élite. Pero en esa mirada extranjera radicaba su genio: descubrió que Buenos Aires, con su teatralidad existencial y su culto a la forma, era el escenario perfecto para su teatro del absurdo. En «El casamiento» —escrito junto al Riachuelo— los personajes jugaban a ser «serios como un presidente argentino pronunciando un discurso». La inmadurez como virtud, la máscara social como prisión: temas universales que aquí adquirían sabor a medialuna recién horneada.

Su relación con la comunidad polaca fue un tango de atracción y repulsión. Los exiliados conservadores lo veían como un blasfemo (hablaba mal de Chopin, ridiculizaba el patriotismo). Pero en los artistas e intelectuales polaco-argentinos —como el pintor Kazimierz Chodzko— encontró cómplices. Juntos formaron una «República de las Letras» portátil donde el idioma materno se mezclaba con lunfardo. Gombrowicz devoraba diarios polacos en la Biblioteca Nacional mientras enseñaba a sus compatriotas una verdad incómoda: que el exilio no era nostalgia, sino libertad para reinventarse. «Polonia me persigue —escribió— pero aquí soy más polaco que en Varsovia, porque elijo serlo».

Cuando en 1963 regresó a Europa, llevaba en la maleta el manuscrito de Cosmos y el olor a humedad del Tigre. Argentina ya no era un accidente geográfico: era la matriz de su obra madura. Hoy, mientras nuevas generaciones de escritores polacos (Tokarczuk, Stasiuk) citan su Diario como libro fundacional, Buenos Aires conserva sus huellas: una placa en la calle Venezuela, sus fotos en el Tortoni, y esa leyenda entre traductores: que solo al trasladar el castellano al polaco se entiende plenamente su juego literario.

El legado de Gombrowicz excede lo literario. Encarna el diálogo secreto entre dos culturas que se miraron en espejos deformantes: la polaca, obsesionada con la historia trágica; la argentina, fascinada por la performance identitaria. Cada vez que un joven escritor de Cracovia descubre a Arlt, cuando una editorial de Buenos Aires publica a Gombrowicz con prólogo de Fogwill, o cuando alguien entiende que el «inmadurismo» no es frivolidad sino rebeldía metafísica, allí late su herencia. Demostró que un hombre sin patria puede crear un idioma propio, y que a veces, para ser universal, hay que perderse en las calles de una ciudad que nunca termina de descifrarte. Como escribió en su última carta desde Vence: «En Argentina fui un polaco imperfecto. En Europa soy un argentino imperfecto. Qué suerte tener dos maneras de no encajar».

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