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Andrea Camilleri, el abuelo que nos enseñó a leer Sicilia

Por Clara Gagliano, Editora Corprens

Recuerdo la primera vez que entré en Vigàta. No en el mapa, sino en esas páginas ajadas de La forma del agua que compré en una librería de usados. Allí estaba Montalbano, escéptico y glotón, pero detrás de cada sardina a la parrilla y cada caso aparentemente rutinario, latía otra voz: la de un profesor jubilado de setenta años que había decidido contar su Sicilia con la paciencia de un pescador que teje redes. Andrea Camilleri no escribía novelas policiales: tejía alfombras de palabras donde bailaban todos nuestros demonios mediterráneos.

Nacido en 1925 en Porto Empedocle —ese pueblo costero que luego rebautizaría como Vigàta por puro cariño—, Camilleri acumuló siete décadas de oficios antes de convertirse en fenómeno editorial. Fue director de teatro, guionista de RAI y, sobre todo, un narrador oral que aprendió a escuchar el ritmo del dialecto siciliano como partitura. Cuando por fin se animó a publicar su primera novela a los sesenta y nueve años, no estaba debutando: estaba destapando una reserva de vino añejo que llevaba madurando desde la posguerra. Su secreto era simple: escribir como hablaban los viejos en los muelles, con esa sintaxis rebelde que mezclaba italiano y siciliano como quien revuelve hierbas en un guiso.

Sus historias funcionaban porque eran trampas perfectas: bajo la fachada del policial, nos colaba una radiografía social. Cada asesinato en Vigàta destapaba la corrupción de Roma, la hipocresía de la mafia o la ternura de los perdedores. Montalbano era su alter ego irónico —un intelectual que desconfiaba de la razón pura—, pero los personajes secundarios revelaban su genio: la tana Catarella con sus malentendidos lingüísticos no era un chiste fácil, era un monumento a los marginados por el lenguaje del poder.

Lo extraordinario es cómo este abuelo de gafas gruesas y pipa eterna se convirtió en rockstar literario sin traicionarse. Vendió treinta millones de libros, pero seguía corrigiendo pruebas sentado en el bar Antico Caffè de su pueblo, charlando con los pescadores. Cuando la ceguera llegó a sus ochenta años, dictaba a nueve secretarias simultáneas mientras reía: «La oscuridad agudiza los oídos, y un buen escritor es primero un espía de voces». Su casa no tenía computadoras, solo montañas de cuadernos escolares donde la tinta azul trazaba laberintos de diálogos.

Murió en 2019 a los noventa y tres años, pero su verdadero epitafio está en algo que dijo una vez: «Sicilia no necesita escritores, necesita testigos que no mientan».

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