En el paisaje intelectual de América Latina, pocas figuras trazaron puentes tan audaces entre el individuo y la sociedad como Enrique Pichon-Rivière (1907-1977). Su trayectoria no fue una línea recta, sino un río que cambió de cauce con fuerza revolucionaria: comenzó como introductor del psicoanálisis en Argentina para terminar fundando una escuela de psicología social que revolucionó la comprensión del vínculo humano. Su obra es un testimonio de que la mente no habita en una torre de marfil, sino en la trama viva de la comunidad.
Pichon-Rivière no fue un mero importador de teorías. Cuando en los años 30 y 40 abrió las puertas al psicoanálisis freudiano y kleiniano en un ambiente médico aún dominado por enfoques organicistas, lo hizo con una mirada crítica y contextual. Pronto intuyó las limitaciones de un modelo centrado exclusivamente en la intrapsiquis cuando observaba las heridas colectivas de una sociedad argentina en ebullición, marcada por migraciones masivas, fracturas políticas y una identidad en construcción. Su experiencia pionera en el Hospicio de las Mercedes (luego Hospital Borda) fue reveladora: allí comprendió que la locura no era un fenómeno aislado, sino un emergente de redes vinculares enfermas, un grito distorsionado del cuerpo social. Esta epifanía lo llevó a cuestionar el diván como único territorio válido para la cura.
Así nació su giro copernicano: si el psicoanálisis tradicional exploraba el inconsciente individual, Pichon-Rivière se lanzó a cartografiar el inconsciente del grupo, de la comunidad, de la cultura. Abandonó la metáfora del iceberg solitario para sumergirse en el océano de las interacciones. Su gran salto conceptual fue la creación de la Psicología Social Argentina —no como una especialidad más, sino como una disciplina radicalmente nueva—, cuyo núcleo es el concepto de vínculo. Para él, el ser humano es un «ser de necesidades» que solo se satisface en relación con otros; la identidad misma es una construcción dialéctica, tejida en el telar de los encuentros y conflictos sociales.
Su teoría del ECRO (Esquema Conceptual, Referencial y Operativo) sintetiza esta visión holística: no hay conocimiento válido fuera de la praxis transformadora en el grupo concreto. El famoso «grupo operativo» que diseñó —un dispositivo donde los participantes aprenden a resolver problemas colectivos mientras deconstruyen sus propios mecanismos de resistencia— se convirtió en su herramienta maestra. Allí, la terapia dejaba de ser un monólogo interpretado por un especialista para transformarse en un diálogo corresponsable, un ensayo general de cambio social donde se desmontan estereotipos, se enfrentan ansiedades básicas (el miedo al cambio o a la pérdida) y se construye una matriz de aprendizaje compartido.
El legado de Pichon-Rivière es tan vasto como subversivo. Su escuela, hoy diseminada en universidades, hospitales, empresas y movimientos comunitarios, enseña que no hay salud mental sin salud social. Formó generaciones de profesionales que entienden la intervención psicológica como un acto político: desde el trabajo con víctimas de violencia institucional hasta la facilitación de redes barriales. Sus ideas resonaron en la pedagogía crítica, el teatro comunitario y el análisis de medios de comunicación. Al priorizar la prevención y la promoción sobre la mera reparación individual, anticipó enfoques contemporáneos de salud pública.
Pero quizás su mayor aporte fue ético: desmitificó la figura del «experto» todopoderoso, situando al psicólogo social como un «co-pensador» que aprende junto a la comunidad. En un mundo cada vez más fragmentado, su llamado a entender al sujeto como un «nudo de una red de interacciones» suena más urgente que nunca. Pichon-Rivière no solo fundó una escuela; nos dejó una brújula para navegar la complejidad humana, recordándonos que toda cura auténtica comienza reconociendo que estamos, irrevocablemente, hechos de los otros. Su obra sigue interpelándonos: no hay liberación personal sin transformación colectiva.