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Editorial: el DJ y el Drone. La ética imposible en la era del neocapitalismo cultural

Clara Gagliano, Editora Corprens.

La revelación de que Daniel Ek, cerebro detrás de Spotify —el gran templo del acceso musical universal— ha invertido 100 millones de euros en Helsing, una empresa de inteligencia artificial para drones militares, no es una paradoja aislada. Es el síntoma definitivo de cómo el neocapitalismo ha cosido a fuego nuestro consumo cultural con las violencias sistémicas de nuestro tiempo. Mientras los algoritmos de su plataforma nos murmuran «Descubre tu próximo artista favorito» entre millones de canciones, sus drones aprenden a identificar y eliminar blancos humanos en conflictos remotos. Esta dualidad no es un fallo moral individual; es la arquitectura perversa de un sistema que desvincula el disfrute estético de sus cadenas de producción ética, convirtiendo la cultura en un producto de lujo edificado sobre sótanos de sufrimiento.

Spotify encarnó durante años la promesa ilustrada de democratización cultural: por unos dólares mensuales, cualquiera podía escuchar desde sinfonías de Mahler hasta reguetones callejeros. Pero bajo ese paraíso de acceso ilimitado late la lógica cruda de Omelas digitalizada: la música fluye en torrentes, pero los artistas reciben migajas irrisorias por cada reproducción; las listas se personalizan con precisión quirúrgica, usando datos extraídos de nuestra intimidad sin preguntar; y todo este confort depende de baterías fabricadas con minerales manchados de sangre congoleña y servidores que devoran energía como bestias insaciables. La inversión de Ek en tecnología militar desnuda la verdad incómoda: el capital no reconoce fronteras morales. Lo que importa es la rentabilidad, ya sea vendiendo la banda sonora de nuestras vidas o maquinaria para acortarlas.

Nuestros consumos culturales están atravesados por esquizofrenias estructurales que definen la era: gozamos de una libertad ilusoria para elegir canciones, pero ignoramos quién vigila nuestros datos o cómo se monetizan. Celebramos la conectividad perpetua, sostenida por mineros explotados en el Sur Global y ensambladores exhaustos en fábricas asiáticas. Coreamos himnos de protesta en playlists revolucionarias mientras financiamos, con nuestra suscripción, tecnología que reprime esas mismas revueltas. Daniel Ek personifica esta contradicción con precisión escalofriante: vende soundtracks para la existencia mientras invierte en máquinas que deciden su fin. Como los ciudadanos de Omelas, racionaliza su complicidad con argumentos tecnocráticos —«la IA militar reduce bajas civiles»—, ignorando que su verdadero logro es automatizar la impunidad del poder.

Frente a esta maquinaria perfecta, surge la pregunta abrasadora: ¿puede existir siquiera un consumo cultural ético dentro de un sistema que convierte hasta la rebeldía en mercancía? La respuesta exige navegar tres abismos. Primero, la trampa de la «elección consciente»: boicotear Spotify por su CEO belicista sería un gesto fútil, pues migraríamos a Apple Music —vinculada a la minería depredadora de litio—, YouTube —motor de vigilancia masiva— o Deezer —sostenida por capitales especulativos—. El neocapitalismo ha aprendido a digerir la disidencia y regurgitarla como nicho de mercado, ofreciendo playlists «éticas» que son solo cosmética para conciencias culpables. Segundo, la ética como privilegio de clase: exigir «consumo responsable» es un lujo occidental. Quien sobrevive con salarios de hambre no puede pagar plataformas independientes como Bandcamp ni verificar el origen limpio de su dispositivo. Así, la culpa se externaliza hacia el consumidor final, mientras los Ek del mundo acumulan dividendos manchados.

Pero en los intersticios del sistema asoman grietas de luz. La verdadera resistencia no está en el consumo individual, sino en acciones colectivas que saboteen las reglas: artistas como Neil Young o Roxane Gay retirando su obra de plataformas cómplices; redes P2P que piratean música para negar ganancias al circuito extractivista; ingenieros que renuncian a sueldos millonarios en proyectos militares y diseñan software libre. Estos son los herederos de «los que abandonan Omelas» en el relato de Ursula K. Le Guin: no ofrecen soluciones fáciles, pero exponen la podredumbre fundacional del edén digital.

El caso Ek demuestra, en última instancia, que no hay consumo inocente bajo el neocapitalismo, solo gradientes de complicidad. La batalla relevante ya no es elegir entre plataformas, sino exigir desvincular la cultura de la industria militar mediante leyes concretas, remunerar justamente a los creadores rompiendo el modelo de streaming extractivista, y reclamar tecnología como bien común con servidores públicos y algoritmos transparentes. Mientras el CEO de Spotify financia drones con nuestros diez euros mensuales, recordemos la advertencia de Le Guin: «No podemos negar el sótano y seguir viviendo en la ciudad». La cultura solo será ética cuando deje de ser capitalista; cuando el DJ que anima nuestras noches deje de ser cómplice del drone que oscurece las de otros.

El neocapitalismo nos vende la banda sonora de la revolución mientras forja nuestros grilletes. La pregunta crucial ya no es qué escuchas, sino a quién asfixia tu comodidad.

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