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María Herminia Avellaneda: la tejedora del alma televisiva argentina

Si la pantalla chica argentina tuviera un ADN creativo, María Herminia Avellaneda (1933-1997) sería uno de sus códigos esenciales. Guionista, directora y productora, esta mujer de mirada penetrante no se limitó a contar historias; construyó un imaginario colectivo donde el costumbrismo local se fundía con una audacia temática que desafió su época.

En los años setenta y ochenta, cuando la televisión era territorio predominantemente masculino, Avellaneda impuso su voz femenina sin concesiones. Fue pionera del realismo social en formatos masivos: su telenovela «Rosa… de Lejos» (1980) exploró el desarraigo y la inmigración interna con una crudeza inédita, mientras «Piel Naranja» (1975) radiografiaba conflictos de clase y género mucho antes de que ocuparan la agenda pública. Sus personajes femeninos —lejos de ser figuras decorativas— encarnaban a mujeres trabajadoras, resilientes y dueñas de su destino, como aquella inolvidable María interpretada por Soledad Silveyra, cuyo drama reflejaba las siluetas anónimas de la Argentina profunda.

Su genio narrativo dio un salto cualitativo con ciclos como «Atreverse» (1986) y «Como la vida misma», donde transformó la telenovela en un arte mayor. Aquellas historias breves y certeras, cápsulas de cotidianidad con finales abiertos, convirtieron lo pequeño en épico. Como directora, su trabajo en «Situación Límite» —unitarios sobre problemáticas sociales— demostró que el compromiso y la calidad podían coexistir. Y cuando asumió la dirección de Canal 7 (1984-1987), primera mujer en hacerlo, devolvió a la televisión pública su prestigio mediante contenidos que priorizaron la identidad nacional sin dogmatismos.

Avellaneda partió prematuramente a los 64 años, pero su legado permanece vivo en el tejido cultural argentino. Formó a una generación de creadores —desde Adrián Suar hasta Marcos Carnevale— transmitiéndoles el arte de contar con hondura sin perder el pulso popular. Hoy, series como «Los Roldán» o «Mujeres Asesinas» beben de su fórmula magistral: entrelazar drama social y narrativa adictiva, respetando la inteligencia del público. Su mayor aporte, sin embargo, fue ético: comprendió que la televisión no era mero entretenimiento, sino un espejo ampliado de la sociedad. Humanizó la pantalla al dar voz a los invisibles —el obrero, la empleada doméstica, la madre soltera— convirtiendo sus luchas en nuestra memoria emocional.

María Herminia fue una alquimista de las emociones cotidianas. Transformó el plomo de los prejuicios sobre la televisión «masiva» en oro artístico, demostrando que las historias populares pueden ser profundas y que la emoción no está reñida con la inteligencia. Cada vez que una serie argentina conmueve al mundo, allí late, silenciosa e imborrable, la mirada fundacional de esta mujer que creía, fervientemente, que el verdadero héroe siempre fue el vecino.

«Ella no escribía sobre superhombres, sino sobre nosotros. En sus historias, el héroe era el que pasaba desapercibido».

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