A cien años de su nacimiento, la figura de Haroldo Conti emerge del pasado como un faro literario y ético en medio de las nieblas del presente. Desaparecido en 1976 por la dictadura argentina, su voz no solo sobrevivió a la violencia que intentó silenciarla, sino que hoy se alza con una urgencia renovada. Releer a Conti no es un ejercicio de nostalgia: es un acto de resistencia contra el olvido, una inmersión en las preguntas que siguen desgarrando al ser humano y un reencuentro con la potencia de la literatura para iluminar lo invisible.
Conti, maestro de la prosa poética, convirtió el río Paraná y sus laberintos en metáforas de la existencia. En novelas como Sudeste (1962) o Alrededor de la jaula (1966), el agua no es solo un escenario: es un personaje que arrastra, ahoga y redime. Sus protagonistas—pescadores, náufragos, hombres en fuga—encarnan la búsqueda de un sentido en un mundo que se deshace. Son antihéroes que, entre la melancolía y la terquedad, se enfrentan a la naturaleza salvaje y a sus propias contradicciones. En tiempos de hiperconexión digital y alienación ambiental, esta mirada resulta profética. Conti nos interpela: ¿Qué significa habitar un territorio—físico y emocional—cuando todo parece fluir hacia la fragmentación?
Pero su obra trasciende lo literario para convertirse en testimonio político. Conti fue víctima de un sistema que buscó exterminar las ideas incómodas, y su desaparición forzada lo liga indisolublemente a la memoria colectiva de América Latina. Releerlo hoy, cuando los discursos de odio y las distopías autoritarias resurgen globalmente, es un antídoto contra la amnesia. En cuentos como La balada del álamo Carolina o en su novela Mascaró, el cazador americano (1975), la opresión no es abstracta: se materializa en patrones de estancia, en cazadores que domestican cuerpos, en silencios cómplices. Su literatura, sin panfletos, expone las estructuras del poder y la complicidad social que permiten la barbarie. En un mundo donde la justicia sigue siendo esquiva para miles de desaparecidos, su escritura es un grito que exige verdad.
Sin embargo, lo más revolucionario de Conti quizá sea su capacidad para fundir lo íntimo con lo universal. Sus personajes no son símbolos, sino seres de carne y hueso que aman, dudan y se pierden. En En vida (1971), la vejez y la decadencia se narran sin sentimentalismo, con una crudeza que desnuda la vulnerabilidad compartida. En época de culto a la juventud y al éxito individual, su mirada compasiva sobre lo frágil es un recordatorio de que la dignidad reside en aceptar las grietas.
Leer a Conti hoy es, también, reivindicar una ética del lenguaje. Su prosa—musical, precisa, cargada de imágenes que palpitan—rechaza el artificio fácil. Cada palabra parece tallada a mano, como si el río mismo dictara su ritmo. En la era de la comunicación veloz y vacía, su escritura nos obliga a frenar, a saborear los silencios, a escuchar el rumor del agua bajo las frases. Es un desafío: la literatura no es entretenimiento, sino un territorio de interrogantes.
A un siglo de su nacimiento, Haroldo Conti nos convoca a navegar de nuevo sus aguas turbulentas. Porque en sus páginas late la memoria de los que lucharon por la belleza y la justicia, porque sus preguntas sobre la identidad, el poder y la soledad siguen sin respuestas, y porque su voz—clara y obstinada—nos recuerda que, incluso en las noches más oscuras, la literatura puede ser un bote salvavidas.
Volver a Conti es rescatar del olvido no solo a un escritor, sino a un testigo esencial de lo que significa ser humano en tiempos de incertidumbre. Su legado, como el río que tanto amó, sigue fluyendo. Basta inclinarse a beber de sus aguas.