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Horizonte desnudo de Casilda Jáspez

En sus poemas una amalgama de yoes camina entre sendas de trigales, almendros en flor e innumerables olivos, como innumerables son los rayos de sol que emanan de sus versos.

 

Por José Mª Cotarelo Asturias

 

 

El acertado título de este poemario viene al caso en esta obra de Casilda Jáspez Diéguez, pues también ella se desnuda poco a poco, página a página en cada uno de sus poemas. Versos, que huelen a tierra, a mar y huelen a ella.

Hace breves días se presentó en su pueblo, Castillo de Tajarja, con la asistencia de autoridades y varios vecinos el poemario “Horizonte desnudo”. Y era justo que fuera allí, donde Casilda pasó parte de su infancia porque, y parafraseando a Machado, su infancia es tierra, es horizonte, es el sonido del ganado y de la cosecha, es trilla, y excursiones entre los pinares, a olor de rosas y damas de noche, de generosas higueras, de juegos en la era, de noches de verano mirando el cielo, en el cortijo de “Las Villas”, rodeado de olivos y almendros, de campos, de amapolas y trigales. De allí vienen los primeros recuerdos, los primeros sueños, el primer amor a la tierra y a los suyos. Recuerdos que se mezclan en la brisa del viento, de olor a tierra mojada, a pan recién hecho, a aceite y a tomates recién cogidos. En casa de sus primas fue el primer flechazo con la poesía, a través de los vinilos que escuchaba en los que, cantautores de la época interpretaban a nuestros más afamados poetas: Góngora, Alberti, Celaya, Cernuda, Machado, Lorca, Miguel Hernández o Gloria Fuertes. Y la pizpireta y cantarina Casi, absorbía con avidez las palabras porque ya estaban en ella, eran un eco muy adentro suyo y fue así que se hizo poeta.

Dos compañeras letraheridas, el afamado grupo literario granadino al que pertenece nuestra autora, son las que escriben, con hondura y agudeza, una, el prólogo, Mercedes Rodríguez del Castillo, y otra, la contraportada, Manuel Padial Sánchez, donde nos dejará dicho: “Casilda Jáspez nos invita a jugar con la memoria y la palabra para evocar la sentimentalidad del otoño, para admitir la nostalgia como un estado filosófico de ver y entender las emociones”. Mercedes Rodríguez, prólogo adentro, dejará escrito: “Los diversos sentimientos, las distintas emociones que a veces, se superponen, expresan un revuelo de sensaciones con un potente poder de evocación”. Vale la pena leer ambos textos en su totalidad.

Efectivamente, hay mucha nostalgia en los versos de Casi, nostalgia de la tierra, del amor que “pudo haber sido y no fue”. Y, aun así, esa agua, esa turbulencia sigue moviendo la piedra del molino que muele la memoria, la harina de los sentimientos. Y “Después del todo está la nada”. Pero en el caso de Casi es una nada que se llena de pasión, de deseo y hasta de olvido; ese traidor. Un espacio hueco sobre el que la poeta va haciendo preguntas. “¿Qué prometí y a quién/ para que ahora sienta la frustración por lo incumplido?”

La nostalgia en Casilda, existe a modo de eternidad, de bucle, de caricia; se abraza a ella y la poeta la ata a su cintura y como un sembrador va sementando, sumillando el fruto en el surco de las páginas para que crezca y espigue y se haga pan en otras manos, otros ojos, en otros labios. “Nuevas nostalgias traen/ el regreso al otoño/ caminos por andar también”. ¿Acaso el otoño de la vida?, ¿la nostalgia del tiempo?, ¿la orfandad de uno mismo? Preguntas y más preguntas. La pregunta sin respuesta/ o la respuesta inadecuada”.

En ese sembrado que decíamos, la poeta ve caer la lluvia, a veces como lágrimas espesas por sus mejillas, a veces como recuerdo o, como en estos versos: “En ese hueco que queda entre el amor y el olvido”. Casilda sabe que esa lluvia interior es necesaria para escribir poesía, para regar las palabras con el agua bendita de los sentimientos “En su plenitud e intensidad/ cae la lluvia en mi recuerdo” y cita a Borges: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. Sabe también que de ese pasado estamos hechos, aunque ya no exista, pero su estela nos construye, nos reconstruye; es, como el armazón, la estructura donde apoyamos nuestro báculo raído de tiempo, de sueños rotos, de amores perdidos, de desarraigos y derrotas.” Desde que comienza la vida/ hasta que se acaba/ hay un espacio donde a veces/ florecen rosas y otras espinas”. Ese pasado, esos recuerdos que conforman nuestro peregrinar por la vida, lo define muy bien en el poema XX del libro.

 

 

Todo poeta es un cazador de palabras, esos pájaros que alzan el vuelo y se perfilan sobre el horizonte, fugaces, esquivos, asustados. Casilda observa esos pájaros/palabras y los coge en sus manos, los acaricia, les dice no sé qué cosas y los deja libres en el blanco cielo de cada página, porque “Se escapan livianas/ de entre mis dedos/ no quieren ser apresadas”.

La poesía de Casi tiene obviamente mucho de sí misma ¡Faltaría más! Me refiero a ese poso de psicología desde donde surge la reflexión, el sustrato de la lección aprendida. Ella sabe que “no es lo mismo estar vivo que vivir…que… la esperanza inagotable/ me enseñó, que solo ella/ me salva del abismo”. Puede que ya sea otoño en nuestras vidas, pero en ese otoño la poeta quiere ser, ante todo, “semilla y no hoja, brote y no flor”.

Decíamos nostalgia y decíamos bien. La poeta Louise Gluck afirmaba: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”. Nuestra amiga regresa a esa única patria posible con versos como: “Y hoy, abatida de mi batido vuelo, / quisiera volver a ese aire de nieve, / a ese frío apagado por la llama/ de la leña y el amparo del hogar.”

Y el amor, eternamente el amor, ese barro del que están hechos los poetas, transita las “Hojas caídas”, las atraviesa como un puñal de desolación, con su abandono, pero también con el dulce recuerdo de los suyos, como en el poema dedicado a su padre o a su tía Carmen, su otra madre, la gran madre de todos, de la que dice: La que ofrecía la calma, la que tenía la solución”. O las referencias a su abuela que es como una mano que se alarga para seguir dándole ayuda y fuerza. Y obviamente a su madre, con la que, de tarde en tarde, sigue conversando y escuchando junto a ella, la novela de la radio. En el cielo de Casilda un pájaro azul cruza el cielo y lleva entre sus plumas ese amor interminable, como una caricia o un susurro constante a todos los suyos.

La poesía que es eterna y universal, a cambio, muchas veces no trasciende lo local, lo regional, para ser raíz de su propia tierra, dueña de su rincón en el mundo, como acaso y humildemente lo sea el propio poeta. Este aspecto “circunstancial de lugar” va configurando la esencia del autor, como le ocurre, y para bien a nuestra poeta de hoy. En sus poemas una amalgama de yoes camina entre sendas de trigales, almendros en flor e innumerables olivos, como innumerables son los rayos de sol que emanan de sus versos.

En las páginas de Horizonte desnudo hay algo más que palabras hiladas con sentimientos; está el campo, la tierra, la sombra del árbol de la memoria que da fruto y sombra, cobijo y leña. Sólo es preciso mirar con los ojos del entendimiento, con el germen del sentimiento poético y dejarnos llevar por el agua de ese río, por el viento de ese cielo, por el sollozo de la tierra que hoy clama con sed por la ansiada lluvia, como esta nuestra raza clama por la humanidad perdida, de la que dan cuenta los últimos avances de la IA, los desastres naturales y las guerras que nos rodean y nos destruyen el sentido, el alma misma. Y frente a todo esto, una mujer; Casilda, una poeta que es un millón de poetas, que no son nada y lo son todo, pues en sus versos, en sus manos, en sus corazones palpita la vida y aun anida, desnuda, la esperanza.

Ocurre a veces que un poeta crea una “otredad” con su obra. Deja de ser él o ella misma en sus versos. Es una “otredad” en fuga, a no se sabe dónde, o puede que sí; a uno mismo. Dije él o ella aun a sabiendas de que el sujeto poético va más allá de todo eso, pues todo poema tiene a la vez nombre de mujer y de hombre; son intemporales y hasta puede que inmortales.

En la III parte, “Esplendor en el arce” es la propia poeta la que renace desde el principio, desde las cenizas, desde los pespuntes descosidos del alma. Y lo hace con toda la energía, con toda la profundidad reclamando para ella “la amabilidad de la luz, la lealtad del cisne, / el amor sin trampa”. Ella ve crujir la vida como las viejas vigas de madera de una casa que está a punto de desplomarse. Pero la vida pasa y la poeta la ve pasar; se mira en el espejo del agua, en el espejo del poema y la corriente de los días va configurando el ser que ahora “Pasa la estela, la esencia, queda”. Ella siente la necesidad de decir, de detener el instante, de dejarlo prendido en la percha del poema, en el recodo íntimo donde palabra y sentimiento se funden, convergen; se reencuentran. Y ahí, en ese mismo rincón, habitan el lector y la poeta mirando el “horizonte desnudo”, “Se hizo lo que se pudo / mañana será otro día / y ahora aún queda vida” y queda la voz de Casilda Jáspez, la poeta de Castillo de Tajarja y del cortijo “las Villas”.

 

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