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Vista de la ciudad de Córdoba, alrededor de 1880.

Historias mínimas: Córdoba 1872, la última bala

Por Luis Hernán López

Periodista y escritor

 

El comerciante Zenón de la Rosa, fue el último vecino de la provincia de Córdoba en ser ajusticiado por pena capital, que recién fuera derogada en 1922. En 1870, dos años antes de recibir una mortífera descarga, había asesinado a puñaladas a su esposa Rosario Ortiz, una mujer de 52 años hija del hacendado Antonio Ortiz del Valle, conocido como “el rey del suelo”. El encargado de hacer cumplir la orden dictada por el Superior Tribunal, fue el alguacil Ricardo Rodríguez, quien tras presenciar cómo el pelotón que él mismo había formado derrumbó la humanidad del reo, cayó en una depresión que lo llevó a la muerte. Sin embargo, de la Rosa no sería el último condenado a la pena de muerte ya que dos reos que habían cometido tres asesinatos en cercanía de Malagueño, recibieron el indulto del gobernador Cárcano diez minutos antes de ser fusilados.

 

Córdoba. Eran exactamente las 10,50 horas de aquella fresca mañana del 29 de abril de 1872, cuando un hombre visiblemente abatido y absorto en su pensamiento profundo, abandona la cárcel pública de Córdoba para dirigirse al patíbulo. Ni una protesta, ni un lamento, el sufrimiento de una larga prisión había amortiguado los deseos de vivir. El sacerdote Moisés Vidal leyó párrafos bíblicos en voz baja y dos monaguillos que portaban cruces e inciensos encabezaban la comitiva de unas veinte personas, la mayoría de ellos policías que custodiaban al reo, que arrastraba en sus pies pesadas cadenas.

 

Pese al hervidero de vecinos que marcaban el camino hasta el antiguo murallón de piedras, construido de cal y canto rodado, el silencio era sepulcral. Ninguno clamó por justicia, no hubo insultos y la mayoría de las mujeres rosario en mano clamaban en cada plegaria por el alma del infeliz, que tenía los minutos contados.

 

Ese día y a esa hora, estaba presente el juez comisionado, asesores, fiscales, escribanos y mucha gente encumbrada de aquella sociedad cordobesa.

 

Zenón de la Rosa, que por esos años contaba con 43 de edad, había recibido el consuelo religioso. Estaba arrepentido del atroz crimen que había cometido y dicen que a los arrepentidos Dios los perdona, pero no evita la crueldad de los hombres.

 

Al llegar al murallón, una veintena de hombres perfectamente formados espera fusil en mano, la orden. Zenón de la Rosa se asemeja a una recua mansa que se arrastra exánime.

 

El alguacil Ricardo Rodríguez, a un costado del pelotón, levanta un sable plateado, mientras el capellán, única voz que se escucha, repite exhortaciones.

 

Una descarga cerrada y seca. Después el tiro de gracia.

 

Contexto histórico

 

El 12 de octubre de 1868 asumió la presidencia de la Nación Domingo Faustino Sarmiento. Su gestión de gobierno estuvo contextualizada en un escenario político muy conflictivo. Por una parte, el fin de la Guerra de la Triple Alianza y las relaciones problemáticas con Brasil, además había una gran inestabilidad política en las provincias, a lo que se le agregaba afrontar también la rebelión del caudillo de Entre Ríos, López Jordán, los malones y la epidemia de fiebre amarilla.

 

Del 15 al 17 de septiembre de 1869, bajo su presidencia, se realizó el primer censo de población en la República Argentina, determinando que el país tenía 1.830.214 habitantes y particularmente Córdoba 210.508.

 

Por esos años la provincia era gobernada por Juan Antonio Álvarez, liberal que había reemplazado a Felix de la Peña. Álvarez se había transformado en el primer gobernador electo bajo la Constitución de 1870.

 

La llegada del tren había revolucionado a la sociedad cordobesa, que indefectiblemente iba a una transformación. El primer tren que llegó fue el Ferrocarril Central Argentino, que conectaba la ciudad de Rosario con Córdoba. La estación de tren en Córdoba se inauguró el 15 de abril de 1870, y a partir de ese momento, el ferrocarril se convirtió en una parte integral de la vida de la ciudad.

 

La Córdoba de antaño sólo contaba con un puñado de calles empedradas, que eran frecuentadas por carros tirados por caballos y un casco céntrico cercado por iglesias y conventos.

 

 Una sociedad marcada por las diferencias sociales

 

En 1870, la educación no era para todos. El gran nivel de analfabetismo marcaba la diferencia y la mayoría de los afrodescendientes, esclavizados por familias de la alta sociedad ya había comenzado a desaparecer de escena, porque habían sido enviados a la guerra con el Paraguay.  Sólo quedaban dando vuelta aquellos mezclados con nativos o europeos.

 

No era éste el caso del matrimonio conformado por Zenón de la Rosa y Rosario Ortiz.

 

Él era un próspero comerciante que se codeaba con hombres y mujeres de la alta alcurnia. En una de las reuniones sociales que solían darse en los faraónicos salones, Zenón de la Rosa, conoció a Rosario Ortiz, mayor de cuatro hermanos (varones y mujeres) e hija del hacendado Antonio Ortiz del Valle, conocido como “el rey del suelo”. Ortiz del Valle, era famoso por sus exitosos negocios. Hombre influyente, pasaban por su casa; gobernadores, obispos, capellanes y religiosas que normalmente buscaban algún aporte para sus obras caritativas, solían concurrir para beneficiarse con la mano generosa de una familia ultracatólica.

 

Además de la significación política y social, la familia era propietaria de un diario de gran influencia y ascendente en la vida colectiva de aquella época.

 

Un matrimonio condenado por la decadencia

 

Las crónicas de la época señalan a Zenón de la Rosa como un buen vecino, próspero comerciante y marcado por los celos bestiales hacia su esposa. Era normal para los vecinos escuchar ruidos y gritos de dolor propios de una mujer sometida al maltrato. Por semanas la mujer permaneció encerrada y alejada de su familia para ocultar las visibles marcas que los puños de hierro del hombre dejaban en el noble rostro de su esposa.

 

Zenón de la Rosa era una década más joven que su esposa y cuando contrajeron matrimonio, el comerciante ya contaba con más de treinta años. Los primeros años de matrimonio navegaron en aguas tranquilas, con algunos destellos de oleajes perturbadores.

 

Zenón de la Rosa se acostumbró a descargar su ira contra la indefensa mujer, a quien golpeaba periódicamente. Harta de los malos tratos y temerosa de que en algún momento descontrolado cumpliera la promesa de matarla, la mujer se mudó a la residencia donde vivían dos de sus hermanos.

 

Aquel fatídico 13 de diciembre

 

Luego que su mujer decidiera romper vínculos, los celos del comerciante eran una brasa incandescente que lo acompañaba en cada acto de su vida. De la Rosa se había convertido en un lobo apartado por su propia manada y todos aquellos que intentaran contenerlo, eran mirados con el mismo odio que sentía por Rosario Ortiz.

 

Consciente de sus fracasos pero dispuesto a no rendirse, el hombre utilizó una serie de estrategias para que su mujer volviera al hogar conyugal, pero ninguna de ellas tuvo efecto.

 

Embriagado en su enfermedad bestial y dominado por el dolor que le provocaba la indiferencia de su esposa, Zenón de la Rosa decidió ganar la calle calurosa y obscura y dirigirse al nuevo domicilio de Rosario Ortiz, que también estaba acompañada por su hijo adoptivo Alberto Ortiz.

 

Era ya la medianoche cuando el hombre golpeó a puño cerrado la gigante y robusta puerta de pinotea. El vecindario, toda la gente de la sociedad más acomodada de la ciudad, escuchó atentamente en medio del silencioso sereno.

 

Rosario Ortiz, que descansaba en uno de los cuartos donde la familia solía hospedar a huéspedes, y que daba a uno de los patios internos de la casona, escuchó el estruendo y no tuvo dudas que el autor era su ex pareja.

 

Para evitar enconos y la vergüenza ante el vecindario, Rosario Ortiz se levantó, fue hasta la puerta y enfrentó cara a cara a Zenón de la Rosa.

 

 El peor de los finales

 

Afiebrado por un impulso animal, jadeando y con el brazo derecho apoyado sobre uno de los marcos de la puerta, Zenón, improvisó un breve discurso y le pidió a su amada que regresara al hogar. Sin una respuesta que lo satisfaga por unos minutos el hombre fue intentando serenarse hasta que un nuevo estallido de ira, fue percibido por la mujer que también cambió de postura.

 

Le pidió que bajara la voz, sin adivinar la tragedia que se le avecinaba. Rosario Ortiz se volvió sumisa y dulce, le dijo que era un tema para hablarlo con tranquilidad y en horas del día. Le propuso que se retirara y regresara al otro día para tener una conversación coherente.

 

Una perturbadora ceguera le fusiló la poca coherencia con que aún contaba y sin más, sacó de su cintura un puñal que penetró el brazo izquierdo. El grito de la mujer terminó despertando a todo el vecindario, entre ellos a sus hermanos que cuando quisieron intervenir, la desgraciada mujer ya estaba tirada en el suelo con su cuerpo minado de tajos que le sellaron la muerte.

 

Zenón de la Rosa era una fiera con sed de sangre y toda aquella escena trágica pasaba a escribir uno de los capítulos policiales que la historia nunca sepultará.

 

Dominado por sus hermanos y los vecinos, el comerciante fue entregado a la policía.

 

Acta de defunción de Rosario Ortiz.

 

Largo y polémico proceso judicial

 

Había pasado una semana, que el calabozo obscuro y desprovisto de cualquier elemento que no sean sus grises paredes, tenía en su interior a Zenón de la Rosa, quien permanecía inerte y molido por los terribles golpes que había recibido en su corta estadía. Aquel comerciante de la alta sociedad, de la mejor consideración y de respetable trayectoria, había quedado reducido a un lastimoso hombre que por caridad de algunos custodios, comía y tomaba agua una vez al día.

 

La defensa del reo quedó en manos del prestigioso doctor Nicolás Peñaloza. A lo largo de un penoso año, Peñaloza sumó pruebas, ofreció testigos, desestimó escritos de la Fiscalía y hasta solicitó que su cliente espere la sentencia en libertad argumentando que había sido presa de un ataque de ira. Otro de los argumentos de Nicolás Peñaloza era el deplorable estado físico y mental del hombre.

 

Pese a que había transcurrido cerca de un año y medio de aquella tragedia, la sociedad cordobesa seguía sumergida en comentarios varios sobre los sucesos.

 

El rol de la prensa y la presión de la familia

 

Los Ortiz nunca perdieron de vista que pertenecían a una familia influyente y que la víctima de aquel cobarde ataque era nada más y nada menos que su hija. Por la mesa de la adinerada familia, pasó cada uno de los más encumbrados hombres, entre ellos el propio gobernador, el liberal Juan Antonio Álvarez. Cada uno de ellos lloró la partida de Rosario Ortiz y prometió «justicia» para saciar tanta sed de venganza.

 

El diario de los Ortiz, de gran influencia y ascendente en la vida colectiva de aquella época, dio al proceso un especial interés.

 

Los títulos denostaban una feroz y tenaz campaña para que a Zenón de la Rosa le aplicaran la pena capital, para lo cual citaba nutridos antecedentes.

 

Hora de sentencia

 

Presumiendo un desenlace tan fatal como aquella noche del 13 de diciembre de 1870, el doctor Nicolás Peñaloza, defensor del reo, ensayó una serie de escritos y hasta citó textos que habían dejado de tenerse en cuenta a principio de ese siglo. El proceso ingresó en un túnel tenebroso.

 

El fiscal de la causa, doctor Leopoldo Román, se expidió solicitando para el preso, la «pena de muerte», que más tarde fuera confirmada por los camaristas Gerónimo Cortés, Castellano y Villada. La resistencia de Peñaloza fue tan tenaz como consagrada.

 

Pronunciada la terrible sentencia y puesto el cúmplase que desahuciaba las esperanzas de Zenón de la Rosa, fueron varias las organizaciones religiosas que suplicaban se le otorgara el perdón.

 

Fue el ministro general del gobierno de la provincia de Córdoba, Tomás Garzón, quien pasó nota a la Santa Hermandad de Caridad que en su benemérita misión entraba la de asistir y consolar a los reos de muerte y consumado el fusilamiento, darle cristiana sepultura.

 

«El reo Zenón La Rosa entraría en capilla el Sábado 27 de Abril para ser fusilado el día Lunes 29 a las once y media de la mañana, y la autorizaba para hacerse cargo del cadáver, una vez de haberse hecho justicia» rezaba la esquela.

 

La ejecución

 

Nunca se sabrá si la condena a la pena capital, no terminó siendo para  Zenón de la Rosa “un refresco para tanto padecimiento”. Los dos años de suplicio que Zenón de la Rosa había de concluir el 29 de abril de 1872.

 

La cárcel pública estaba ubicada donde estaba la Escuela Olmos (Patio Olmos) y el teatro Rivera Indarte.

 

Llegado el día de la ejecución, el banquillo se había colocado en el extremo Sud del murallón de piedra que separa la Cañada y la calle Belgrano. Ese muro fue construido a fines de 1600 para evitar las inundaciones de la precaria ciudad, que comenzaba a tomar forma.

 

Zenón de la Rosa fue sacado de la cárcel pública arropado en un blanco inmaculado y con una cruz roja en su pecho. Caminó con dificultad y cada vez que estaba por caerse, contaba con la solidaridad de Moisés Vidal, integrante de la dignidad en la hermandad que cumplía santa misión.

 

La humillación de caminar en medio de una multitud silenciosa le produjo un desmayo que obligó a los soldados subirlo a un carro tirado por un caballo hasta el patíbulo.

 

 

Diario Los Principios- 1926

 

«Se ha dicho que quitar de una estatua, de una gárgola o de un bajorrelieve la pátina del tiempo, es atentar contra la poesía de las cosas y no sentir la belleza con que saben pintar muros las lluvias que caen y los soles que pasan.

 

Al exhumar un sangriento episodio de la Córdoba del setenta, no creemos por cierto realizar tal atentado, antes por el contrario, pensamos que contribuimos a las emociones sentidas por los que en el vórtice de la época, gustan detenerse un instante ante el pasado.

 

Cúmplese hoy, cincuenta y cuatro años a que en un día de cielo despejado y sereno se ejecutaba por última vez en esta Capital una sentencia de muerte, fusilando a Zenón La Rosa, miembro conocido del entonces reducido comercio local.

 

Aquel episodio que aún hoy día absorbería en absoluto la atención pública, constituyó para aquella época, un hecho de intensa emoción que por mucho tiempo preocupó al pueblo, no solo por las circunstancias del drama que lo provocara y que halló su epílogo en el cadalso, sino también por la condición social de sus protagonistas.

 

La justicia jugó en la ocasión su suprema carta. El acento compasivo de una gran parte de la sociedad que pidió por la vida del reo traduciendo la conciencia pública, no fue oído por quien tenia la hermosa facultad de indultarle, el gobernador Antonio Álvarez y de la Rosa subió al cadalso por su delito pasional.

 

La última bala

 

El alguacil Ricardo L. Rodríguez nunca hubiera querido ser uno de los protagonistas de aquella mañana negra y menos ser él quien debía darle el tiro de gracia a Zenón de la Rosa.

 

Los verdugos habían formado dos líneas de tiradores, sin embargo los propios nervios de los ejecutores no apagó su vida desde el primer instante, pero el tiro de gracia ejecutado por el propio Rodríguez, de acuerdo a lo exigía la ley, terminó cegando la vida de aquel infeliz.

 

La Hermandad de Caridad, se hizo cargo de aquellos tristes despojos.

 

La maldición

 

Según las crónicas de la época, el aguacil, a consecuencia de tener que afrontar esta situación terriblemente dramática, fue víctima de un derrumbamiento mental, y el pobre Rodríguez arrastró una melancólica demencia hasta su muerte.

 

 Acta textual del escribano

 

“En la ciudad de Córdoba, a 29 días del mes de Abril del año 1872, pasó el infrascripto acompañado del Aguacil don Ricardo J. Rodríguez, al lugar designado para la ejecución del reo Zenón La Rosa (extremo Sud del calicanto), y llegado éste al lugar indicado, siendo las once y veinte minutos de la mañana, y previa lectura de las sentencias de 1º, 2º y 3º instancia, fue ejecutado a bala en virtud de orden que a este respecto se nos exhibió del Ministerio de Justicia; después de esto fue entregado el cadáver de La Rosa a los Hermanos de La Caridad sin haber sido suspenso dicho cadáver durante el término ordenado en la sentencia del Superior Tribunal, a mérito de la orden recibida por el infrascripto escribano, que al efecto adjunta. Con lo que concluyó este acto, firmando la presente el expresado aguacil, por ante mí de que doy fe. J. Rodríguez. Ante mí: Justo Vidal, Escribano del Crimen”.

 

 

 

 

 

Fuentes:

Diario Los Principios

Diario La Voz del Interior

Diario Comercio y Justicia

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