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“Gracias a la vida” en clave de crónica

Por Paco Beltrán

(Granada, España)

 

 

En el camino de la vida vamos completando la jornada, y cuando presientes que se acerca el último quejido de las suelas solo esperas que haya quien, desde su turgencia de verde primavera o desde lo estoico de inexorable verano, anduviera mirando y acompañando la tesitura de las andanadas de las estaciones ya pasadas. En este aire de soledad que te abre las carnes en cada verso, esperas que el náufrago que eres entre farolas adormecidas sepa elegir bien la redoma, las palabras, las olas y el momento para que el mensaje en la botella perviva hasta otros ojos. Y sin lugar a dudas, un lugar y un tiempo incomparables para la reflexión entre las estaciones mencionadas es, sin lugar a dudas, la POESÍA, y, en lo concreto del instante presente, este ‘Festival Internacional de Poesía en el Laurel’ donde se da esa sinergia del encuentro entre las estaciones del hombre, sus emociones y sentimientos para ser compartidos, las inquietudes de cada estación, …, la reflexión de los cruces de caminos entre la sonoridad de los versos y los acordes de la música ante el gradiente de la luz de sus mensajes en los planos de las penumbras.

 

Y así con la entraña dispuesta a la sinergia, mientras “la techumbre del cielo / cae lentamente a mis espaldas, / derramándose como un vino oxidado”[1] …

 

Un año más Pedro Enríquez nos ofrenda con este navegar en la magia de los versos, en ese vuelo de duende que guardan como tesoros vivos por entre la cadencia del tiempo en lo más humano y en ese sentido del emocionarse bajo el embrujo de la noche en el aroma del jardín del laurel. Versos que se entreveran en las ramas del árbol áureo, so el susurro cadente de las cigarras que se va agostando sobre el silbido casi silente de la brisa por entre el resto de la foresta de ese embrujo de la noche y el duende de la poesía y la música que confluyen en las coordenadas de lugar y tiempo del jardín a pesar de la incertidumbre de cada presente.

 

Hoy, trece de agosto, en la voz de Pepa Merlo navega el barco sereno donde poesía y música levan anclas en la voz de rapsodas, en estrofas sobre acordes de música en las siluetas sonoras de la guitarra y la voz de Isabel Martín, y José Ignacio Lapido.

 

De repente el canto de los grillos y el susurro de las cigarras se andan diluyendo, mestizando, en incipientes acordes de guitarra y cadencias de palabras en el vibro multiforme de las emociones de Isabel Martín que refulge ante la realidad de una noche que se alza en la vida de la luz del verbo y sus silencios. Ella se alza en la melodía palpitante de la esperanza mientras la noche como mujer taciturna calla en su negro infinito vertical, pareciera escuchar transida de sentimientos.

 

En esa raíz sabia de poeta la noche lo impregna todo y sobre la sencillez compleja de las palabras que trenzan versos entre silencios, traza rumbos de compromiso Erika Martínez, como si diera vida a un cuaderno de bitácora en su luz tejida de encajes de nubes en el crepúsculo, sostiene optimista el destello titilante de esa distancia que solo conocen las estrellas, como diría Andrés Newman, ‘mientras cada vez nos dormimos más en serio’, y mientras queda un sauce ya viejo que sabe de la sabia palabra de las abuelas y los abuelos.

 

Por entre el gris perla de esta distancia medida de espectador, la voz sin naufragio de José Antonio Fernández abre las carnes en la mirada elevada del verso, esa que combate la injusticia de las balas de la guerra y la sangre en las tierras de Gaza; hoy, su palabra recia y serena toma el vuelo del humanismo que se desliza en sus versos abogando por la paz ante el grito ahogado de la supervivencia que emerge de entre la barbarie del propio hombre.

 

En este dinámico lienzo de los lenguajes y su diversidad se va hilvanando una enramada miscelánea que abre el «yo» del sujeto presente y «el común» de todos ellos  a una  misma catarsis de posibilidades tangibles sobre el mundo de los sueños. Acá, en esta tesitura, relumbra la palabra en la voz turca de Tugrul Kaskin cabalgando bellamente la realidad que habita sus ojos y su corazón; la cadencia poética llega hasta la emoción compartida en la propuesta emocionada de alas de pájaros nuevos para nuevos-viejos vuelos que pudieren abrir la entraña en esta alma de hombre que habrá de ser nuevo.

 

En este periplo de lenguas del idioma compartido queda la ‘refrenda’ de una verdad más allá del asombro y los lenguajes del viento y las calles, arcoíris y heridas frías combaten en la mirada del poeta. Siempre quedará un suspiro de esperanza, un hálito de luces y una mueca de sonrisas más allá de las heridas de todas las aguas del hombre.

 

Y en esta secuencia la voz de Lauren Mendinueta al compás del sentir del saxo de Eduard Rambourg, nos lleva a la emoción de la palabra más allá de las lingüísticas y su etimología, cosillas tangibles del presente  ‘que se pueden comer los ratones’. En este mirar desde los ventanales del tren de La luz de la poesía, la euritmia en palabras forjadas en la diversidad de los idiomas -entre español y portugués- encuentra pasajeros en andenes de estaciones dispares para coligarlos en este camino de lo humano sobre la incertidumbre de la verdad y sus balanzas … para seguir con la costumbre de vivir.

 

En esta crónica hay un momento de inmensa luz en la presencia de Estrella Morente, quien en esa sencillez de niña de barrio recibe como un regalo de cumpleaños o de navidad, de manos de Purificación López -alcaldesa de La Zubia- y del corazón y la voz de Pedro Enríquez, el reconocimiento internacional -XII Premio Internacional Poesía en el Laurel- desde este lugar y tiempo de poesía y música que es ‘Poesía en el Laurel’.

 

Hay fuentes de inspiración en la raíz del cante y los poemas, y Estrella con ellos, con nombre propio,  es un manantial fresco de humanismo en su vida y en su arte. Hay momentos en los que se puede decir ‘Gracias a la vida’, como diría Violeta Parra, en este momento y lugar se hace palpable escuchando la profunda, sincera y preciosa voz de esta ‘Estrella’, quien aprendió de su familia la verdad del esfuerzo y el sacrificio, quien se hizo, ante el espejo de un genio que tuvo como padre, trabajadora incansable y embajadora de esperanza, de luz y lucha por lo más sencillo y humano a pesar de las sombras en las siluetas de los hombres y de las calles y caminos…

 

Para cerrar la velada sin perder un ápice de magia, llega, bajo un pelo entrecano de caminante de pentagramas interminables, ‘Lapido’, él con sus historias cotidianas ha hecho del duende circunstancias sublimes incluso desde ángulos muertos, o por entre el humo de un cigarro o, quizás, bajo la lluvia ahora tan escasa, acaso por entre esquirlas de sueños en un gastado cuaderno gris…

 

A saber, la magia tiene muchos pelajes y carismas en este mundo ecléctico del arte y la cultura, y en esto de ‘El Laurel’ el duende alza sus alas y juega forjando sueños hermanando poesía y música.

 

Y después de esta travesía de acordes y versos bajo las ramas del Laurel y del viejo ‘plátano de sombra’, sobre el suelo de este jardín del convento de San Luis en La Zubia, me escapo a las estrellas y a su inmenso océano en la herida de mis pupilas para volver a otro camino de vuelta como punto de partida…

 

Gracias a todas y todos los que habéis hecho posible este tiempo y lugar, -en especial Pedro, poeta y amigo-, gracias por esta incertidumbre de la palabra y las partituras.

 

 

 

 

 

[1] “la techumbre del cielo / cae lentamente a mis espaldas, / derramándose como un vino oxidado.” – César Bisso – de Pilar, 18.33 del poemario ‘La jornada’ de ‘Editorial Ciudad Gótica’ (2020)

 

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