Por Leopoldo Teuco Castilla
Escritor
La informática, como sabemos, además de su contribución como gran depósito de todo el reservorio de historia ya está provocando – más allá de las manipulaciones interesadas de quienes la utilizan como instrumento para sus estrategias de poder- una serie de catástrofes, mucho me temo que irreversibles en la percepción y por ende en la calidad del conocimiento humano.
El contacto directo ha sido suplantado por el celular que aísla a las personas, el dato frío a la experiencia emocional, el lenguaje reducidos a smogis, signos, abreviaturas con la consiguiente reducción del vocabulario, todo ello unido a la eliminación de aquellas dimensiones que lo enriquecían en el diálogo directo con la lectura de los gestos, de los silencios cargados de significación y de emociones, sólo para enumerar algunos de sus tantos perjuicios.
La confluencia de todos esos factores unidas a la invasión de los productos subculturales de los cuales los adictos ya son sólo meros ventrílocuos de valores u opiniones que suponen suyos hacen que el individuo crea que cree. Supone suyos los argumentos que, a la larga, al anularlo, terminarán por dominarlo.
Frente a este cuadro de situación es que estimo más que perentorio la necesidad de recuperar la memoria viva de los pueblos en esta época y sin dilaciones. Y es que pertenecemos a la última generación que cuenta con una precedente en la que esa sabiduría acumulada durante siglos fue transmitida con un venero en que el contacto humano, el de la relación del hombre con la naturaleza lo multiplicaba en otros seres, como cuando hablaba con los animales o los árboles y padecía, también sus padeceres.
Conocimientos nacidos de la experiencia con el cuerpo, un tejido pánico que incluía también las revelaciones de espacios metafísicos que lo incluían en la maravillosa extensión del universo. El hombre abandonó la contemplación que lo difundía en el Todo para reducirse a su unidad pasmada y neutra.
Sólo ahora y no por mucho tiempo las cualidades de ese legado todavía pueden recuperarse. Todavía está vivo el hombre que canta con todas las fuerzas de la tierra que habita, el hombre que sabe leer el cielo y descifrar el habla de los ríos y el lenguaje de los pájaros, el que conoce el recodo donde se dejan ver los espíritus y el que sabe cómo dialogar con sus muertos.
Lo que recuperemos de esa infinita sabiduría puede que en algo salve una memoria que está al borde mismo de su extinción.
Todo ese reservorio crea también el mito de una región, la vuelve legendaria. Y esa condición es un escudo contra la destrucción de su numen más profundo.
El Memorial del Valle Calchaquí de Salta está fundado sobre esa convicción.
Es ahora o nunca. Antes que se borren las huellas es preciso lanzarse al camino.