Por Ijiel David Bonino
(Escritor y periodista)
No tengo ambiciones ni deseos.
Ser poeta no es una ambición mía.
Es mi manera de estar solo.
Alberto Caeiro. El cuidador de rebaños.
La sospecha en Pessoa es inmanente. Su modo de vida también.
En el fragmento 307 del Libro del Desasosiego, titulado “Estética del desaliento”. Leemos: “Si la vida [no] nos dio más que una celda de reclusión, empeñémonos en ornamentarla, aunque sólo sea con las sombras de nuestros sueños, dibujos y colores mixtos, esculpiendo nuestro olvido sobre la inmóvil exterioridad de los muros”. Soaresese semi heterónimo de Fernando Pessoa, ensaya una tentativa de mitigar el desassossego. En este apartado se definen al menos dos cosas; por una parte el escenario existencial desde el cual el poeta se piensa, “una celda de reclusión”, y por otra parte un modo posible de acción. Seguidamente refiere en el fragmento posterior “A mi incapacidad de vivir la coroné de genialidad, a mi cobardía la desfiguré llamándola refinamiento. Me situé en mí mismo, Dios barnizado de oro falso, en un altar de cartón pintado que simulaba ser mármol. / Pero no pude engañarme, ni a mí ni a la conciencia de que me engañaba”.
Es sabido que Fernando Pessoa frecuentó y participó activamente en el ambiente cultural de Lisboa. Carlos Taibo, en su libro Como si no pisase el suelo, refiere la siguiente carta que el poeta dirigiera a José Régio en 1929, poeta a su vez y fundador, junto a João Gaspar Simões de la revista Presença, una de las figuras más destacadas del segundo modernismo portugués. Escribe Pessoa a Regio: “Su esfuerzo —el suyo y el de sus amigos en Presença— es una de las pocas cosas consoladoras que, hoy, aquí, verdaderamente consuelan. […] Quienes, como yo, son habitantes de la frontera social reciben siempre con un agradecimiento que tiene traje de asombro esa visita del interés joven y de la acogida futura. En nada le soy útil, mi querido José Régio, y en nada le puedo favorecer, a usted y a sus amigos, con los escritos que envío, y enviaré, a Presença. Son ustedes quienes me reciben, y la honra verdadera la recibe quien es recibido”.
Pessoa se piensa a sí mismo como un habitante de los márgenes de la “frontera social”. Aun habiendo alcanzado cierta notoriedad dentro de la vida intelectual de la vanguardia portuguesa, su estela parece orbitar en torno a una centralidad de la que nunca se sintió parte.
Pero el aislamiento parcial del poeta no se restringe a la vida cultural. Su manera de estar solo se constituye en un modo de vida que amplía las fronteras de lo tangible. Quizás en el poema Aniversario de Alvaro de Campos podemos rastrear un origen mítico de su soledad: “En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños, / yo era feliz y nadie había muerto. / En la casa antigua, hasta el que cumpliera años era una tradición de siglos, / y la alegría de todos, y la mía, era tan cierta como cualquier religión. / En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños, / yo tenía la gran salud de no darme cuenta de nada, / de ser inteligente para la familia, / y de no tener las esperanzas que los otros tenían en mí. / Cuando tuve esperanzas ya no sabía tener esperanzas. / Cuando miré hacia la vida, perdí el sentido de la vida /”.
Sabemos que Pessoa pierde a su padre, Joaquim de Seabra Pessoa, un 24 de julio, con 43 años, cuando el poeta tenía tan solo cinco años de edad. En 1895 su madre, Maria Magdalena Pinheiro Nogueira, se casa en segundas nupcias con João Miguel Rosa. Cómo se reconstruiría de esta manera el pasado, “esa borrosa patria de los muertos” (Octavio Paz dixit). Continúa Campos: “Lo que soy ahora (y la casa de los que me amaron tiembla a través de mis lágrimas) /lo que soy ahora es haber vendido la casa, / es haber muerto todos, / es yo sobreviviente de mí mismo como un fósforo frio…”.
La soledad se ramifica y no tiene punto de anclaje. Nace en espacio mítico de la infancia del poeta y se prolonga, se extiende hasta capturar toda su obra y toda su vida. Dos años después de 1905, tras su regreso a Lisboa, en una carta reproducida en su ensayo, Taibo trascribe: “No tengo en quién confiar. Mi familia no entiende nada. A mis amigos no puedo molestarlos con estas cosas; no tengo realmente amigos íntimos, e incluso cuando lo son, según lo entiende la gente, no lo son en el sentido en que yo entiendo la intimidad. […] Me siento tan solo como un barco que hubiera naufragado en el mar. Y yo soy de hecho un náufrago”.
Desde niño Pessoa hizo de su camaradería a amigos invisibles. En una carta dirigida el 13 de enero de 1935 a Adolfo Casais Monteiro, el poeta confiesa: “Recuerdo, así, el que me parece haber sido mi primer heterónimo, o, antes, mi primer conocido inexistente: un cierto Chevalier de Pas de mis seis años, por quien escribía cartas suyas a mí mismo, y cuya figura, no enteramente vaga, todavía conquista la parte de mi afecto que confina con la saudade. Me acuerdo, con menos nitidez, de otra figura, cuyo nombre, también extranjero, ya no tengo presente, que era, no sé en qué, rival de Chevalier de Pas… ¿Cosas que suceden a todos los niños? Sin duda; o tal vez. Pero a tal punto las viví que las vivo todavía, porque las recuerdo de tal modo que es necesario un esfuerzo para hacerme saber que no fueron realidades”.
Los barcos existen para navegar, pero su fin no es navegar, su fin es llegar a un puerto. Ese Otro evanescente es el puerto al cual nunca se accede. Pessoa parece tener desde el principio, desde su infancia, la certeza de Rimbaud de que “yo es otro” y de que el otro es otro rizomáticamente como un espejismo en el asfalto, como un horizonte que se diluye a medida que nos acercamos. ¿Qué otro hay detrás del otro?
Será la infancia el espacio de la génesis de la “celda de reclusión” del poeta que cerrará su perímetro con la llegada a la adultez, en ese momento bisagra en el que la contemplación de la vida obtura el sentido de la vida.
En su escrito “Grandes fragmentos”, en el apartado titulado Diario lúcido, Pessoa nos dice: “Ningún amigo. Sólo unos conocidos que consideran que simpatizan conmigo y que posiblemente sentirían pena si un tren me aplastase y el entierro fuese un día de lluvia”. Más delante agrega “Nunca creí en la amistad que me profesaron, como un hubiera creído en el amor, si me lo hiciesen demostrado, lo que por lo demás sería imposible. Aunque nunca me hice ilusiones sobre aquellos que se decían mis amigos, logré siempre sufrir desilusiones con ellos (…)”.
No hay don ni contra don posible. Pessoa es implacable a la hora de formar un juicio sobre los otros y sobre él mismo. En el mismo apartado refiere: “Como nunca descubrí en mí cualidades que pudiesen atraer a nadie, nunca pude creer que alguien se sintiese atraído por mí. Esta opinión sería de una irrelevancia estúpida, si, hechos sobre hechos – aquellos inesperados hechos – no la viniesen a confirmar invariablemente”.