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Artaud llevó el estado alterado de un ser occidental a los indios mexicanos

Fuente: Medardo Márquez (México)

 

El genial francés Antonin Artaud viajó a México para experimentar lo que consideraba la naturaleza libertaria de los pueblos originarios.

 

 El solitario y curioso hombre –comido por los años, huesudo, cadavérico y desdentado– fue más allá en su descaro y, sin más, los increpó en francés:

 

—¡Hey!, ustedes hablan español y son mexicanos. Yo estuve hace tiempo en México. Tras oír aquello, uno de los mexicanos, cuyo nombre era Octavio Paz, miró al encorvado y entrometido anciano que estaba solo en la mesa del bar rutinario de los escritores locales, y al instante lo reconoció:

 

—¡Maestro, pero claro! Usted es Antonin Artaud. Usted ha escrito cosas admirables sobre México, y es un gran poeta.

 

El reconocimiento público de Octavio Paz serenó al francés. Artaud rompió en felicidad y la afabilidad nació entre él y los mexicanos. Lo convidaron a su mesa y el solitario viejo dramaturgo y poeta comenzó a recordar su antiguo viaje a México a los asistentes:  los poetas José Gorostiza (Le poète Gorostiète”, como lo llamaba Artaud), Luis Cardoza y Aragón, de origen guatemalteco, pero que vivió muchos años en México y fue su Virgilio en los lugares de mala muerte en México, el pintor Federico Cantú, a quien había conocido en Francia, y los escritores y diplomáticos Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes con quienes mantuvo una intensa comunicación epistolar, y sin cuyos buenos oficios, no habría sido posible la estancia de Artaud en México.

Aquella noche, en el Bar Vert, Artaud recordó a la pintora María Izquierdo, con quien trabó una íntima amistad y a quien admiró como artista. Les confesó a Octavio Paz y a sus acompañantes, que María le había regalado algunas pinturas, pero que los había perdido cuando lo ingresaron en el manicomio de la comuna francesa de Rodez del que, por cierto, sus amigos lo habían rescatado.

 

 

El teatro de la crueldad y las visiones de otro mundo real

 

Antonin Artaud nació en Marsella el 4 de septiembre de 1896, fue una leyenda viva. Su lírica anarquista, su revolucionaria pedagogía en el teatro y en la mística del cuerpo, su relación con los estados alterados de la conciencia y la locura, así como su experimentación con las drogas lo habían convertido, al final de sus días, en una suerte de maestro espiritual y viajero cósmico y misterioso. Incluso, hubo un tiempo, tras su muerte, en que oleadas de viajeros arribaban a nuestro país con la intención de hallar sus pasos, particularmente aquellos que dio en la Sierra Tarahumara, y descubrir los supuestos secretos ocultos que Artaud —“dios perro”—, como se refería a sí mismo, dejó en su periplo por México.

 

Entre quienes siguieron los pasos de Artaud después fue el cantautor de la paz y poeta del Universo, el argentino Facundo Cabral, quien escribió y cantó su experiencia.

 

Pero volviendo a Artaud, el francés pisó tierras mexicanas en la víspera de la primavera de 1936, tras una cortísima temporada en La Habana. En Cuba, se embarcó en el buque carguero Siboney y arribó al puerto de Veracruz a los pocos días. Llevaba consigo la fascinación por lo místico, la esperanza de hallar en México lo que llevaba años buscando. Llevaba 39 años su mente y su corazón inflamados y los bolsillos vacíos:

 

Al llegar a Veracruz, dijo, —Yo he venido aquí sin un centavo, decidido a arriesgarlo todo por tal de encontrar lo que busco. —El creador del llamado “Teatro de la crueldad”, pintor, ensayista y poeta marsellés, surrealista y gran amigo de André Breton, de quien más tarde se distanciaría en términos artísticos y políticos, aunque no amistosos, planeó su viaje a México con varios meses de anticipación.

 

Deseaba hacer un viaje de introspección e investigación para conocer “los ritos, las danzas, el mundo natural y cósmico de los indios mejicanos expertos en el uso de la riqueza vegetal y de los microorganismos que tiene un trozo del mundo.

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