El relato huele a polvo de aristocracia y rencor. Corina Kavanagh, hija de inmigrantes irlandeses que amasó fortuna en los frigoríficos, amó donde no debía: a Aarón Anchorena, heredero de una familia tradicional y cerrada de la oligarquía porteña. Los Anchorena-Paz, dueños de palacios y capillas privadas, trazaron su línea infranqueable: sangre nueva y dinero fresco jamás se mezclarían. Pero Corina no era mujer de llorar en silencio. La leyenda dice que, tras el desprecio, forjó una venganza monumental: erigir el rascacielos más alto de América Latina justo frente a la Basílica del Santísimo Sacramento – panteón familiar – para arrebatarles la vista sagrada desde su mansión de Plaza San Martín.
La verdad histórica se desdibuja entre crónicas sociales y murmullos de ascensor. Los documentos fríos desmienten el relato romántico: Mercedes Castellanos de Anchorena murió en 1920, dieciséis años antes de que el Kavanagh perforara el cielo. La residencia familiar ya pertenecía al Jockey Club cuando comenzaron las obras. Cronológicamente, el ajuste de cuentas arquitectónico se desvanece.
Pero lo cierto es que Corina encargó a Sánchez, Lagos y de la Torre un coloso de hormigón armado, pura vanguardia art decó que desafió todas las normas. Inaugurado en 1936, el edificio Kavanagh fue un milagro técnico: 120 metros de altura, estructura sin columnas, fachada escalonada como montaña moderna. Y sí, se alzó impertinente frente a la basílica neogótica que Mercedes había mandado construir. Desde sus vitrales, la perspectiva hacia el altar quedaría para siempre interceptada por la mole geométrica.
¿Fue cálculo o casualidad? El mito insiste en la saña: Corina eligió personalmente el lote en Florida 1065, un triángulo estratégico que clavaba su edificio como daga visual entre templo y residencia. Se rumoreó que compró terrenos adicionales para asegurar la herida perfecta. Sus líneas rectas y frialdad moderna eran un blasfemo contrapunto al gótico sacro: el nuevo poder industrial burlándose del orden terrateniente.
Más allá de la anécdota refutada, la leyenda talla una verdad simbólica. Sobrevive no por error documental, sino porque captura el crujido de dos Argentinas. El Kavanagh encarnó todo lo que la aristocracia temía: el ascenso de lo nuevo, lo extranjero, lo mercantil. Su hormigón desnudo fue manifiesto contra la piedra labrada de los palacios; sus departamentos para solteros, burla silenciosa a los salones donde se sellaban alianzas de sangre. Al bloquear simbólicamente la vista sagrada de los Anchorena, Corina materializó el desplazamiento del poder: el dinero emergente tapando el sol a los dueños del pasado.
Hoy, la ironía es perfecta. El Kavanagh es patrimonio mundial de la UNESCO mientras «Anchorena» suena al ayer. La supuesta venganza se convirtió en legado eterno: la rechazada tiene su nombre escrito en el skyline. La basílica sigue allí, pero ya no define el horizonte; es nota al pie del monumento a la osadía. Esta ficción persistente revela cómo los mitos urbanos, aunque históricamente inexactos, construyen identidad: hablan de nuestras guerras silenciosas, de cicatrices sociales que el cemento no puede ocultar.