En el invierno de 1981, bajo un cielo plomizo de miedo y silencio, algo estalló en Buenos Aires. No fue una bomba, aunque las bombas llegarían. Fue un acto de insurrección cultural tan audaz que aún hoy, décadas después, su eco resuena como un golpe seco contra la lógica del terror. Se llamó Teatro Abierto, y fue mucho más que un ciclo de obras: fue un mapa dibujado en plena oscuridad, una asamblea clandestina de voces que se negaron a ser borradas, un acto colectivo de respirar cuando el aire olía a pólvora y muerte.
Imagínese el gesto. En plena dictadura militar, cuando la censura era ley y la desaparición una sombra cotidiana, un grupo heterogéneo de dramaturgos, directores, actores, técnicos – nombres como Gambaro, Cossa, Pavlovsky, Monti, Tantanian, y tantos otros que arriesgaron todo – decidió convertir un pequeño teatro, el Picadero, en un territorio liberado. El plan era sencillo y genial: veintiuna obras breves, una tras otra, todas las noches. Un torrente. ¿Cómo censurar veintiún textos distintos cada día? ¿Cómo acallar una marea que cambiaba de forma constantemente? Era una táctica de saturación, un desafío lanzado a la maquinaria represiva con las únicas armas disponibles: la palabra, el cuerpo, la metáfora.
No se trataba de panfletos explícitos. La resistencia era más sutil, más profunda. Era Ausma, de Pacho O’Donnell, donde un hombre vacía un cajón lleno de objetos que simbolizan la ausencia de un hijo. Era Lejana tierra prometida de Osvaldo Dragún, una parábola sobre el exilio y la espera. Era la rabia contenida, el duelo imposible, la sátira mordaz contra la estupidez del poder, el grito ahogado que encontraba grietas en el realismo, el absurdo, la poesía. Cada función era un ritual de presencia: el público, arriesgándose a ser visto, llenaba la sala hasta reventar, aplaudía de pie, lloraba en silencio, rompía el cerco del aislamiento impuesto. Era la sociedad civil, despojada y temerosa, encontrándose a sí misma en la penumbra del patio de butacas, reconociéndose en el espejo deformado pero veraz que el teatro les ofrecía. El escenario se volvió plaza pública, confesionario, velorio colectivo y espacio de juramento.
El poder entendió la amenaza. Después de un mes de funciones multitudinarias, de esa energía eléctrica que recorría Corrientes, una bomba redujo el Picadero a escombros y cenizas. Era la respuesta esperada, la lógica brutal del mazo. Pero ahí ocurrió lo extraordinario, el núcleo mismo de lo que hizo de Teatro Abierto un mito fundante: no se rindieron. Como fantasmas obstinados, se mudaron al Tabarís, un teatro más grande, más expuesto. Y allí, ante un público aún más masivo y emocionado, continuaron. Perla Stoppa leyó el texto de Gambaro Decir sí con las manos aún manchadas de la ceniza del Picadero. El gesto era claro: podían quemar los edificios, pero no la voluntad. Podían sembrar el terror, pero no acabar con la necesidad imperiosa de decir, de compartir, de existir juntos.
Teatro Abierto fue un acto de resistencia orgánica. No surgió de un decreto, sino de una necesidad visceral de comunidad y verdad. Demostró que el teatro, en su esencia más pura, no es un lujo, sino un órgano vital de la sociedad. Que puede ser, en las horas más negras, un espacio de catacumbas donde se preserva la dignidad, donde se ejerce la memoria, donde se ensaya, literalmente, la futura democracia. Fue un «abierto» que significaba puertas descerrajadas en plena noche del autoritarismo, ventanas rotas por donde entraba un aire fresco de coraje colectivo.
Su legado no es solo un capítulo heroico en la historia del teatro argentino. Es una brújula ética. Recordar Teatro Abierto es recordar que la cultura no es decoración, sino trinchera. Que el arte no calla cuando el poder ordena silencio, sino que encuentra mil formas nuevas de gritar. Que la solidaridad creativa puede ser un muro infranqueable. Que, incluso entre escombros humeantes, hay manos dispuestas a juntar las cenizas y seguir leyendo, seguir representando, seguir diciendo «presente» cuando todo conspira para borrar los nombres y apagar las luces. Fue el momento en que el teatro argentino, literalmente, se jugó la vida. Y al hacerlo, le devolvió la vida a un país que empezaba a creer que solo existía la muerte.