No fue solo un prodigio precoz. Judith Polgar emergió en el rígido mundo del ajedrez como un terremoto que derribó mitos con la elegancia de un mate en tres jugadas. Su carrera, tejida sobre escaques, es mucho más que una sucesión de triunfos: es un manifiesto vivo contra los límites impuestos. Cuando a los 15 años se convirtió en «Gran Maestro» —rompiendo el récord de Bobby Fischer— no solo ascendía en el escalafón; dinamitaba siglos de prejuicios sobre la capacidad femenina en el juego ciencia.
Educada en el audaz experimento pedagógico de su padre László —quien demostró que el genio se cultiva, no se hereda— Judith aprendió a mover piezas antes que a leer. Su infancia transcurrió entre libros de aperturas y partidas relámpago. Pero lo extraordinario no fue su precocidad, sino cómo trascendió la etiqueta de «niña prodigio» para convertirse en una depredadora estratégica. Su estilo, agresivo e intuitivo, combinaba la profundidad analítica de Kaspárov con la creatividad de Tal. Derrotó a once campeones mundiales, desde Kárpov hasta Spassky, pero su victoria más resonante fue contra el propio Kaspárov en 2002: un duelo donde su torre avanzó como un tanque por la columna «h», simbolizando el avance imparable de una nueva era.
Polgar jamás compitió en torneos exclusivamente femeninos. Rechazó la segregación con la misma contundencia con la que sacrificaba una dama: «El ajedrez es una lucha de cerebros, no de géneros», declaró. Esta postura radical la convirtió en un ícono cultural más allá del tablero. Su figura —esa mirada serena tras largas melenas rubias— encarnaba una revolución silenciosa: demostraba que la excelencia no tiene sexo, que el talento desconoce fronteras y que los prejuicios son, en esencia, jaques autoadministrados.
Hoy, retirada de la competición de élite, su legado palpita en aulas y programas sociales. Promueve el ajedrez como herramienta cognitiva y ética en escuelas desde Budapest hasta Ciudad de México, convencida de que enseñar a pensar es plantar semillas de libertad. Sus libros, conferencias y el «Método Polgar» han democratizado el acceso al juego, revelando su potencia como lenguaje universal de lógica y belleza.
Judith Polgar trasciende el ajedrez porque convirtió sesenta y cuatro casillas en un territorio de emancipación. Su grandeza no reside únicamente en haber alcanzado el top 10 mundial, sino en haber redefinido lo posible. Cada vez que una niña mueve un alfil sin preguntarse si «es cosa de hombres», cuando un maestro explica la variante Najdorf mostrando su victoria contra Anand, o cuando alguien descubre en el enroque largo una metáfora de resiliencia, allí late su herencia. Es la prueba de que algunos tableros no terminan en sus bordes: se expanden hasta cambiar la cultura. La dama húngara no jugó contra piezas; jugó contra la inercia de la tradición. Y ganó. Para siempre.